Cicerón ha hecho unas cuantas bromas muy agudas acerca de mi supuesta divinidad. He de conseguir que las repita (es tan vanidoso como para contárselas a Balbo y a Matio, si temiera decírmelas a mi) para incluir por lo menos algunas en la próxima edición de mi pequeño libro Dichos ingeniosos. Sin duda, Cicerón tendría ahora algo ingenioso o solemne que decirmy por cierto muy bien expresad, si supiera que hace algunas horas que intento en vano conciliar el sueño. Aunque en este caso bien pudiera no ser gracioso, después de todo. Siempre ha mostrado una especial aptitud para expresar su malicia y su envidia. Estos defectos de su carácter le embotan con frecuencia el juicio y el ingenio, e incluso a veces afectan la precisión y elaboración de su estilo.
Por malicia podría considerar mi insomnio como el resultado de una indigestión, la cual evidentemente no es dolencia que pueda sufrir un dios. Por envidia (ya que hace tanto tiempo que la gente dejó de hablar de su consulado) podría afirmar que yo, como tirano o al me
nos por haber modificado considerablemente la constitución, debo ser víctima de alarmantes pesadillas, como las de mi tío Mario en edad avanzada: efectos de una conciencia culpable.
nos por haber modificado considerablemente la constitución, debo ser víctima de alarmantes pesadillas, como las de mi tío Mario en edad avanzada: efectos de una conciencia culpable. .
Pero se equivocaría en ambas suposiciones. Puedo comer sin efectos perniciosos comidas que un centurión vacilaría en dar a sus hombres. Y puedo asimismo gozar de pródigos agasajos como el que Lépido acaba de ofrecerme esta noche. Tampoco tengo pesadillas. Nunca traicioné a un amigo ni traté con crueldad a ningún enemigo romano. Por lo tanto, si puedo decir que merezco algo, es poder dormir más de lo que merecen los dioses. En efecto, he hecho por los hombres más de lo que hicieron aquéllos. Y verdaderamente, en cierto sentido, la noción de mi divinidad está lejos de ser fantástica.
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Otra vez esas luces en el cielo. No pueden ser luces de antorchas. Ésta es la hora del silencio, la única hora de quietud en Roma. Hasta Antonio debe de estar dormido. ¿Por qué no puede dormir César? Calpurnia también se vuelve a uno y otro lado. Tiene la frente bañada en sudor, se le mueven los labios, por dos veces ya ha proferido mi nombre. Evidentemente está asustada, y esto no es propio de ella. ¿Por qué habían de alarmarla los terrores nocturnos o algún horrible presagio? Me quiere, pero no le importará que la deje. Está acostumbrada a esto. Nunca, desde que me casé durante mi primer consulado, hace casi quince años, viví con ella más de una semana o dos seguidas. Sin embargo, está satisfecha con su posición y goza de su lealtad. Yo, por mi parte, aunque parezca que la he visto poco, he tenido cuidado en respetarla y en cierto modo la quiero muchísimo. Si por lo menos hubiera podido darme un hijo la habría amado como amé a Cornelia, con quien me casé en mi temprana juventud y que me dio el único hijo que puedo considerar con confianza mío. Cornelia ha muerto, y también Julia.
Pero se equivocaría en ambas suposiciones. Puedo comer sin efectos perniciosos comidas que un centurión vacilaría en dar a sus hombres. Y puedo asimismo gozar de pródigos agasajos como el que Lépido acaba de ofrecerme esta noche. Tampoco tengo pesadillas. Nunca traicioné a un amigo ni traté con crueldad a ningún enemigo romano. Por lo tanto, si puedo decir que merezco algo, es poder dormir más de lo que merecen los dioses. En efecto, he hecho por los hombres más de lo que hicieron aquéllos. Y verdaderamente, en cierto sentido, la noción de mi divinidad está lejos de ser fantástica.
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Otra vez esas luces en el cielo. No pueden ser luces de antorchas. Ésta es la hora del silencio, la única hora de quietud en Roma. Hasta Antonio debe de estar dormido. ¿Por qué no puede dormir César? Calpurnia también se vuelve a uno y otro lado. Tiene la frente bañada en sudor, se le mueven los labios, por dos veces ya ha proferido mi nombre. Evidentemente está asustada, y esto no es propio de ella. ¿Por qué habían de alarmarla los terrores nocturnos o algún horrible presagio? Me quiere, pero no le importará que la deje. Está acostumbrada a esto. Nunca, desde que me casé durante mi primer consulado, hace casi quince años, viví con ella más de una semana o dos seguidas. Sin embargo, está satisfecha con su posición y goza de su lealtad. Yo, por mi parte, aunque parezca que la he visto poco, he tenido cuidado en respetarla y en cierto modo la quiero muchísimo. Si por lo menos hubiera podido darme un hijo la habría amado como amé a Cornelia, con quien me casé en mi temprana juventud y que me dio el único hijo que puedo considerar con confianza mío. Cornelia ha muerto, y también Julia.
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Es cierto que he dado permiso a la reina de Egipto para que llame Cesarión a su hijo, pero naturalmente habré de ver cómo se desarrolla el niño antes de llegar a una conclusión definitiva. Cleopatra siempre creerá lo que desee creer. No he descartado la posibilidad de casarme con ella, aunque me doy cuenta de que si hiciera semejante cosa escandalizaría a la opinión pública de Italia. Primero tengo que conquistar Partia, y acaso, mediante esa conquista, nazca una nueva concepción de la realeza o de la divinidad.
Calpurnia vuelve a gritar en sueños. Se apenaría mucho si me ocurriese algo. Y lo cierto es que, tarde o temprano, sea dios o no, habré de morir. Pero no es probable que muera en Partia. No cometeré el error que cometió Craso. Rodeado de mis soldados me siento seguro contra el peligro del asesinato. Es éste un peligro que, aunque no tomo ninguna precaución contra él, supongo que debería considerar en Roma. Pero en Roma sólo me queda un día más.
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Calpurnia vuelve a gritar en sueños. Se apenaría mucho si me ocurriese algo. Y lo cierto es que, tarde o temprano, sea dios o no, habré de morir. Pero no es probable que muera en Partia. No cometeré el error que cometió Craso. Rodeado de mis soldados me siento seguro contra el peligro del asesinato. Es éste un peligro que, aunque no tomo ninguna precaución contra él, supongo que debería considerar en Roma. Pero en Roma sólo me queda un día más.
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Me alegraré otra vez de abandonar esta ciudad de la cual he estado ausente durante tantos años y que, sin embargo, determinó de alguna manera mi vida desde la época en que, siendo niño, escuchaba estremecido el relato de las hazañas de mi tío Mario. El viejo era salvaje, cruel, políticamente inepto y extremadamente basto. Sin embargo, era un hombre bien realista (¿era también un dios?). Su vanidad no era una enfermedad, como lo fue en Pompeyo. Su salvajismo no era un vicio intelectual, como en Sila. Él vislumbraba oscuramente y a su manera egoísta una Roma diferente y más verdadera. Veía a los soldados y las provincias y cómo los soldados y las provincias eran traicionados por el ciego egoísmo, la estrechez de miras, la anticuada pomposidad y la ineficiencia de unos pocos, a quienes él llamaba con desprecio «aristócratas». Desde que entró a formar parte de nuestra familia por su boda, debería haber evitado, por decencia, el uso de esta palabra, y mi tía Julia a menudo debía decírselo. Pero a él no le interesaba la precisión verbal. Lo mismo que el trabajador común o el legionario corriente, a quienes se parecía mucho (aunque preferiría decir que los legionarios participaban, en un sentido platónico, de la naturaleza de Mario, en lugar de decir que él se les parecía), tenía necesidad de rótulos convenientes para sus ideas. Le era necesaria la simplificación. Por un lado, Mario veía en el pueblo, el ejército, Italia, las provincias, elementos de los que él extraía su fuerza; por otro, imaginaba un estrecho, ineficaz y cobarde círculo de nobleza, pasando por alto algunos hechos evidentes. En nuestros tiempos, por ejemplo, los jefes populares proceden invariablemente de la nobleza, y en realidad pertenecen con frecuencia como en el caso de Catilina, Clodio y en el mío propio a las más antiguas familias. Asimismo, aunque Mario comprendía mejor que nadie que las cualidades combativas de un ejército dependen ante todo de la disciplina y dedicación de los centuriones, parece que no se dio cuenta de que en la política y en la administración también necesitamos expertos, y que éstos todavía se hallan en su mayor parte entre los miembros del Senado.
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Sin embargo, por confusas o puerilmente simplificadas que las ideas (si es que merecen tal nombre) de Mario puedan parecer, lo importante es que, de modo sorprendente, corresponden a la realidad de nuestro tiempo. ¿Se debió a accidente, a lealtad infantil, o a que comenzara a comprender ya las cosas, el hecho de que siendo tan joven me atreviera a desafiar lo que parecía el establecimiento permanente de Sila? Yo podría haber seguido el camino de Pompeyo o el de Craso; sin embargo, en lugar de eso arriesgué mi vida y sacrifiqué, según todas las apariencias, cualquier esperanza de distinción, ya en la política, ya en la guerra. Con demasiada lentitud para lo que quería mi ambición, los acontecimientos comenzaron a favorecerme, y poco a poco pude influir yo mismo en los acontecimientos. En el futuro se me considerará con razón un importante general y administrador, como lo fueron tantos otros de mi clase. Pero yo tenía poca experiencia militar, por no decir ninguna, hasta pasados los cuarenta años, y no habría llegado a esa edad si no hubiera mostrado una capacidad verdaderamente excepcional para comprender la política, tanto en su sentido más sabio y elevado como en su sentido más sórdido y mezquino. Debí mi éxito en la política y, más aún, el haber sobrevivido a varias cualidades singulares mías: temeridad, extravagancia, lealtad a mis amigos y cierto gusto por la ostentación; sin embargo, Clodio y Catilina también poseían estas cualidades y alcanzaron muy poco con ellas. Creo que lo que un historiador del futuro podrá admirar, y se sorprenderá de encontrar en mí es mi congruencia. Incluso yo me sorprendo a veces cuando reflexiono en que, a pesar de algunas vacilaciones, de muchas improvisaciones, accidentes y aventuras en lo desconocido, mi vida parece haberse desarrollado, por así decirlo, en línea recta hacia cierta meta. Creo que podría llamarse a esa meta «orden», aunque es más probable que mis enemigos la llamen «tiranía» o «revolución». Pero en verdad yo vi al pueblo de Roma como lo veía mi tío Mario: como una sociedad compuesta de individuos con toda clase de defectos y debilidades y sin embargo capaces de soportar supremas pruebas y del más inverosímil heroísmo. Aunque también puedo ver al pueblo romano de una manera abstracta como una masa de vidas, instintos, necesidades, afectos y antipatías afines y sé que, si bien a causa de mis peculiares dotes y adiestramiento puedo ver en muchas direcciones con mayor claridad que cualquier miembro o grupo de esa masa, es la masa misma aquello de lo cual extraigo mi fuerza y la que, en última instancia, determina mis planes y mis ambiciones.
Sin embargo, por confusas o puerilmente simplificadas que las ideas (si es que merecen tal nombre) de Mario puedan parecer, lo importante es que, de modo sorprendente, corresponden a la realidad de nuestro tiempo. ¿Se debió a accidente, a lealtad infantil, o a que comenzara a comprender ya las cosas, el hecho de que siendo tan joven me atreviera a desafiar lo que parecía el establecimiento permanente de Sila? Yo podría haber seguido el camino de Pompeyo o el de Craso; sin embargo, en lugar de eso arriesgué mi vida y sacrifiqué, según todas las apariencias, cualquier esperanza de distinción, ya en la política, ya en la guerra. Con demasiada lentitud para lo que quería mi ambición, los acontecimientos comenzaron a favorecerme, y poco a poco pude influir yo mismo en los acontecimientos. En el futuro se me considerará con razón un importante general y administrador, como lo fueron tantos otros de mi clase. Pero yo tenía poca experiencia militar, por no decir ninguna, hasta pasados los cuarenta años, y no habría llegado a esa edad si no hubiera mostrado una capacidad verdaderamente excepcional para comprender la política, tanto en su sentido más sabio y elevado como en su sentido más sórdido y mezquino. Debí mi éxito en la política y, más aún, el haber sobrevivido a varias cualidades singulares mías: temeridad, extravagancia, lealtad a mis amigos y cierto gusto por la ostentación; sin embargo, Clodio y Catilina también poseían estas cualidades y alcanzaron muy poco con ellas. Creo que lo que un historiador del futuro podrá admirar, y se sorprenderá de encontrar en mí es mi congruencia. Incluso yo me sorprendo a veces cuando reflexiono en que, a pesar de algunas vacilaciones, de muchas improvisaciones, accidentes y aventuras en lo desconocido, mi vida parece haberse desarrollado, por así decirlo, en línea recta hacia cierta meta. Creo que podría llamarse a esa meta «orden», aunque es más probable que mis enemigos la llamen «tiranía» o «revolución». Pero en verdad yo vi al pueblo de Roma como lo veía mi tío Mario: como una sociedad compuesta de individuos con toda clase de defectos y debilidades y sin embargo capaces de soportar supremas pruebas y del más inverosímil heroísmo. Aunque también puedo ver al pueblo romano de una manera abstracta como una masa de vidas, instintos, necesidades, afectos y antipatías afines y sé que, si bien a causa de mis peculiares dotes y adiestramiento puedo ver en muchas direcciones con mayor claridad que cualquier miembro o grupo de esa masa, es la masa misma aquello de lo cual extraigo mi fuerza y la que, en última instancia, determina mis planes y mis ambiciones.
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En mi juventud sólo pensaba en este pueblo romano y, desde luego, en la posición que yo ocuparía en él. Mediante varias artimañas y mucha sinceridad conquisté su afecto y con su ayuda pude conservar mi vida y recobrar para ese pueblo todas las libertades que Sila le había arrebatado. Fue para su gloria tanto como para la mía, por lo que sometí a las Galias y llevé los estandartes de las legiones a la remota Bretaña. Y cuando mañana o pasado mañana me ponga en marcha hacia Partia y el Oriente, continuaré aún pensando en este pueblo, en ese complejo y concentración de hechos y tradiciones, en esa Roma de la que he salido. Tanto los que me halagan como los que me desean ventura dicen que estoy en camino hacia la India para igualar o sobrepasar las hazañas de Alejandro Magno. Naturalmente, es ésta una idea que también a mí se me ha ocurrido. A decir verdad, hubo de complacerme bastante el esbozo de la nueva estatua ecuestre mía del foro de Julio. Es parecida al Alejandro de Lisipo y tiene ciertos rasgos distintivos propios. Pero bien sé hasta qué punto son equívocas estas comparaciones. Hubo una época en que todo el mundo solía referirse a Pompeyo llamándolo «Alejandro», y esto se debía sencillamente al hecho de que en su primera juventud fue un comandante afortunado, guapo y competente. En mi caso, si es que realmente puede hacerse alguna comparación entre el gran Alejandro y yo, la semejanza es, según creo, antes espiritual que física, antes política que militar. Alejandro comenzó su vida como un griego y terminó llevando a Grecia hasta los confines más remotos del mundo. En este proceso se convirtió en algo más que un griego: hasta casi podría decirse en algo más que un hombre.
En mi juventud sólo pensaba en este pueblo romano y, desde luego, en la posición que yo ocuparía en él. Mediante varias artimañas y mucha sinceridad conquisté su afecto y con su ayuda pude conservar mi vida y recobrar para ese pueblo todas las libertades que Sila le había arrebatado. Fue para su gloria tanto como para la mía, por lo que sometí a las Galias y llevé los estandartes de las legiones a la remota Bretaña. Y cuando mañana o pasado mañana me ponga en marcha hacia Partia y el Oriente, continuaré aún pensando en este pueblo, en ese complejo y concentración de hechos y tradiciones, en esa Roma de la que he salido. Tanto los que me halagan como los que me desean ventura dicen que estoy en camino hacia la India para igualar o sobrepasar las hazañas de Alejandro Magno. Naturalmente, es ésta una idea que también a mí se me ha ocurrido. A decir verdad, hubo de complacerme bastante el esbozo de la nueva estatua ecuestre mía del foro de Julio. Es parecida al Alejandro de Lisipo y tiene ciertos rasgos distintivos propios. Pero bien sé hasta qué punto son equívocas estas comparaciones. Hubo una época en que todo el mundo solía referirse a Pompeyo llamándolo «Alejandro», y esto se debía sencillamente al hecho de que en su primera juventud fue un comandante afortunado, guapo y competente. En mi caso, si es que realmente puede hacerse alguna comparación entre el gran Alejandro y yo, la semejanza es, según creo, antes espiritual que física, antes política que militar. Alejandro comenzó su vida como un griego y terminó llevando a Grecia hasta los confines más remotos del mundo. En este proceso se convirtió en algo más que un griego: hasta casi podría decirse en algo más que un hombre.



