Thursday, September 16, 2010

La Toma de Granada.-

Preludio

El último reino musulmán de la península ibérica se constituyó cuando tocaba a su fin la autoridad de la dinastía almohade en Al-Andalus.

Desde finales del siglo XIII, los sultanes nazaríes intentaron mantener un difícil equilibrio entre la potencia aplastante de sus señores castellanos y la injerencia creciente de sus aliados mariníes en los asuntos granadinos.

El reinado de Muhammad V se inició en 1354 con un periodo de paz y prosperidad, elogiado por las crónicas musulmanas. Se mantuvieron relaciones amistosas con la Castilla de Pedro I. En 1391 sucedió a Muhammad V su hijo mayor Yusuf II. Las relaciones con Aragón siguieron tan cordiales como en tiempos de su padre y se mantuvo la calma en la frontera castellana. Muhammad VII sucedió a Yusuf II. Durante su reinado la turbulenta nobleza castellana reanudó sus intrigas. A principios del siglo XV, la Reconquista, que había permanecido estancada durante más de medio siglo, representaba un ideal caballeresco para la nobleza castellana, sedienta de gloria. El crecimiento demográfico y el desarrollo económico rechazaban la idea de reanudar las hostilidades. El infante Fernando, hermano menor de Enrique III, que asumió la regencia junto con la reina Catalina de Lancaster durante la minoría de edad de Juan II, obtuvo de las cortes los subsidios necesarios para la preparación de una lucha a muerte contra Granada. Una campaña minuciosamente preparada permitió la toma de Antequera a manos de Fernando en 1410. La caída de esa ciudad puso de manifiesto la vulnerabilidad del reino nazarí.

Durante el primer tercio del siglo XV, una serie de graves crisis intestinas sacudieron el reino de Granada. Yusuf III, hermano y sucesor de Muhammad VII, murió en 1417 y su hijo, Muhammad VIII, le sucedió en el trono.

Una familia árabe, los Abencerrajes (بنو سراج), empezó a desempeñar un papel esencial en la vida política del reino de Granada: la guerra civil que desencadenaron desangró y arruinó al emirato granadino. A partir de 1419, una larga serie de conspiraciones y asesinatos debilitaron el poder real.

Los castellanos se adueñaron de la plaza fuerte de Archidona en septiembre de 1462. Los reyes de Granada seguían pagando anualmente determinadas cuantías de dinero a los soberanos castellanos. Cada tregua renovaba el pago de estos tributos, conocidos como parias; la cantidad del tributo fue muy variable en el siglo XV.

Desde hacía decenios, los sultanes de Granada tenían la esperanza puesta en los hermanos de Oriente, quienes –pensaban- enviarían una expedición de socorro a los musulmanes de Al-Andalus. Pero los emisarios granadinos enviados a la corte de los mamelucos de Egipto recibieron como respuesta una negativa basada en el alejamiento de la España musulmana, y tuvieron que contentarse con dinero, armas y suntuosos regalos.

Muley Hacén (أبو الحسن علي), de las crónicas medievales, subió al trono de Granada en agosto de 1464; actuó con firmeza y consiguió que reinara el orden en las rutas de Al-Andalus. Los Abencerrajes, sublevados en Malaga, fueron duramente castigados. Muley Hacén llevó la guerra a suelo cristiano en varias ocasiones. En 1469, el matrimonio de Fernando, hijo y heredero del rey de Aragón Juan II, con la princesa Isabel de Castilla, hermana de Enrique IV, anunciaba la unificación de la España cristiana. No obstante, la delicada situación de la sucesión al trono provocó disturbios en Castilla; en la frontera granadina, la situación era confusa: los nobles andaluces, semi-independientes del poder central, se enfrentaban entre sí en una lucha sangrienta. En los anales castellanos parecen citados múltiples incidentes fronterizos seguidas de treguas. La toma del castillo de Zahara por los granadinos en 1481, coincide con el vencimiento de la tregua concluida entre Granada y Castilla. Fernando había heredado los estados de la Corona de Aragón a la muerte de su padre Juan II, en 1479. Por el tratado de Alcacobas, en 1479, se puso fin a la guerra civil castellana, culminando la reconciliación hispano-portuguesa y se logró la pacificación de Extremadura y la consolidación de Isabel en el trono de sus antepasados. A partir de entonces, los Reyes Católicos consagraron todos sus esfuerzos a la preparación de la guerra de Granada, con el fin de acabar con el último enclave musulmán en España.

La década que va de 1482 a 1492 será la última en la vida del Reino de Granada. A lo largo de esos diez años se desarrollará la que se ha conocido como “la guerra de Granada”, que iba a suponer el empuje definitivo de las armas cristianas para integrar las tierras granadinas dentro del conjunto del nuevo Estado resultante de la unión de Castilla y Aragón.

Lo más probable es que la campaña contra Granada se gestara bastante antes y cobrara forma definitiva a partir de 1479, con el matrimonio de los Reyes Católicos, que la incluyeron dentro de sus proyectos políticos, animados y respaldados por el papado y por gran parte de la Europa cristiana.

De aquel periodo tenemos bastantes testimonios, especialmente por parte castellana. La empresa, que había trascendido las fronteras peninsulares para alcanzar eco en todo el ámbito europeo, llamó la atención de los cronistas de su momento de tal modo que podemos disponer de numerosos documentos contemporáneos de los hechos y de los personajes que los llevaron a cabo.

Dentro de sus propias fronteras, los gobernantes debían convivir con las intrigas que las familias poderosas ponían en juego, que tenían una lógica influencia sobre la población granadina; mas allá de aquellas, también sufrían la dependencia de lo que en los reinos cristianos sucedía, ya que no pocas veces los acontecimientos internos de Castilla o Aragón tuvieron repercusiones en la vida política del reino de Granada. Y ello porque en ambos estados se daba el mismo fenómeno de tensiones entre nobles y reyes.

Al comenzar el siglo XV, daba comienzo la crisis final del reino de Granada, que acabaría con su existencia, y que un historiador español de nuestros días, Ladero Quesada, define como “tres cuartos de siglo entre la vida y la muerte”.

Los últimos sesenta y cinco años de su historia estuvieron marcados por el aislamiento exterior respecto a los estados musulmanes del Norte de África y Egipto. Su soledad le hacía depender cada vez en mayor grado de la situación de Castilla. Si ésta atravesaba momentos de debilidad, Granada podía tener alguna calma, pero si, por el contrario, Castilla se sentía fuerte, Granada lo sufría.

Durante el siglo XV, la política de los reyes de Castilla y Aragón se tornó violentamente represiva, especialmente con la llegada a Granada del cardenal inquisidor Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517). Cisneros impuso la cristianización de los musulmanes y judíos por la fuerza, inició persecuciones, ordenó la quema de ocho mil manuscritos islámicos en la puerta de Bibrambla (باب الرملة), en el acceso a la Alhambra, en 1499, y expulsó a quienes no se convertían al cristianismo. Por esa época había dos clases de musulmanes: los mudéjares viejos (مدجن) y los granadinos, nuevos o moriscos. El sociólogo norteamericano Noam Chomsky, nos dice al respecto:

“En 1492, la comunidad judía de España fue expulsada por la fuerza. Millones de moriscos tuvieron el mismo destino. En 1492, la caída de Granada, que puso fin a ocho siglos de soberanía musulmana, permitió a la Inquisición española ampliar su bárbaro dominio. Los conquistadores destruyeron libros y manuscritos estimables, riquísimos testimonios del saber clásico, y destruyeron la civilización que había florecido bajo el dominio musulmán, mucho más tolerante y más culta. El camino quedó allanado para el declive de España, y también para el racismo y la brutalidad de la conquista del mundo”. (N. Chomsky, La conquista continúa: 500 años de genocidio imperialista, Libertarias, Madrid, 1993, pág. 12).

La expulsión de los moriscos, es decir, de la minoría musulmana que vivía en España como legado andalusí, constituye uno de los temas capitales de nuestra historia. La tolerancia religiosa que había caracterizado la Edad Media, expresada en el mozarabismo y el mudejarísmo fue sustituida, con el advenimiento de los tiempos modernos, por la tendencia asimiladora de los Reyes Católicos y de los primeros Austrias.

La guerra de Granada (1482-1492)

La ofensiva castellana se inició con la toma de Alhama, el 29 de marzo de 1482. Las disensiones internas favorecieron sin duda la empresa de Fernando. Para mejorar la situación financiera del reino nazarí, afectada por las razias castellanas contra la Vega y por las operaciones militares, Abu al-Hasan decidió recaudar nuevos impuestos, creando así el descontento de los granadinos que se agruparon en torno a su hijo Abu Abd Allah Muhammad, Boabdil, proclamado rey de Granada por los Abencerrajes el 15 de julio de 1482. El sultán destronado y su hermano Muhammad b. Sa´ad se refugiaron en Malaga. Deseoso de prestigio, Boabdil decidió llevar a cabo una incursión en tierra cristiana y atacó Lucen, pero en el transcurso de la batalla sufrió numerosas perdidas y fue hecho prisionero por los cristianos. Sus seguidores pactaron con los reyes católicos, Fernando cuyo único objetivo era sembrar la discordia entre los nazaríes. Hizo poner en libertad a Boabdil, el cual, por el Tratado de Córdoba, se reconocía vasallo suyo y se instaló en Guadix, donde fue reconocido como rey. A pesar de la combatividad del monarca legitimo Abu al-Hasan y de los éxitos de su hermano Muhammad b. Sa´ad al-Zagal, que pronto se haría con el poder en Granada, la guerra se convirtió progresivamente en una guerra de asedio, gracias a la poderosa artillería de los castellanos. Ronda fue tomada en mayo de 1482 y la fortaleza de Loja capituló en mayo de 1486 tras valerosa resistencia.


Poco antes se había producido en las calles de la capital nazarí una sangrienta batalla entre los seguidores de al-Zagal y los de Boabdil, fiel al pacto secreto que les tenía a los Reyes Católicos. Tras un sitio que se prolongó durante cinco meses, Baza se rindió en noviembre de 1489. Rodeados de enemigos por todos lados, los granadinos pidieron ayuda en 1485 a sus aliados tradicionales, los soberanos de Fez y Tremecén. Los monarcas de Berbería se limitaron a dar acogida, en las costas africanas, a los emigrantes procedentes de Al-Andalus y a entregar algunos subsidios para el rescate de cautivos malagueños. Por otra parte, las gestiones llevadas a cabo por el letrado granadino Ibn al Azraq cerca del sultán mameluco de Egipto para salvar el islam agonizante de España, fracasaron por completo.

Después de la caída de Baza, al-Zagal, completamente desalentado, abandonó la lucha y aceptó entregar Almería y Guadix en 1489. Los Reyes Católicos permitieron la salida hacia África de la población musulmana.

Los combatientes nazaríes prosiguieron una lucha desesperada para defender un territorio cada vez más reducido. No lejos de Granada, en el valle del Genil, Isabel hizo construir, a finales de 1491, una verdadera ciudad sitiadora, Santa Fe. El hambre y la extenuación se apoderaron de los habitantes de la ciudad asediada. A finales de agosto de 1491, Boabdil entabló una serie de negociaciones secretas con los Reyes Católicos para la rendición de la ciudad. El 25 de abril de 1491 se firmaron en Santa Fe los tres documentos que contenían las cláusulas de las capitulaciones de Granada.

El 2 de enero de 1492 Boabdil entregó las llaves de la fortaleza al Gran Comendador de León, Don Gutierre de Cárdenas, en la torre de Comares. Seguidamente, el conde de Tendilla y sus tropas penetraron en la ciudad; Boabdil abandonó Granada junto con su familia a escondidas de sus súbditos y rindió homenaje a los Reyes Católicos a las puertas de la ciudad, antes de partir hacia el señorío de la Alpujarra, cuya propiedad le había sido concedida.

Posteriormente cruzó al Magreb, donde terminó sus días.

El 6 de enero de 1492 los Reyes Católicos hicieron su entrada en Granada y organizaron allí su administración.

La conquista política había concluido; se precisaron más de dos siglos y medio para reducir el último bastión del Islam en España.

Tras el 2 de enero la herencia que los cristianos recibían con Granada y sus tierras era tangible, se ofrecía a la vista de todos. Estaba en sus monumentos y sus palacios, con la joya impresionante de la Alhambra como emblema, en sus tejidos, en sus cerámicas, en sus campos, con un sistema de riego altamente perfeccionado, en los aljibes de sus ciudades, en las ropas de sus gentes y en muchos aspectos menos visibles, como eran su lengua, su comida y sus costumbres. Era un legado muy importante.

Granada acogió una parte importante de la administración Real, e incluso, se pensó en convertirla en capital permanente del nuevo estado. Los granadinos comenzaban una nueva etapa de su historia, esperanzada, al principio, y dura más tarde.

Capitulaciones

Este instrumento jurídico constituye el punto de arranque para poder comprender toda la cuestión morisca y mudéjar que surgió a raíz de la caída o rendición definitiva del reino granadino, y que perduró hasta la definitiva y total expulsión decretada por Felipe III en el año 1609.

Las capitulaciones fueron redactadas en condiciones muy favorables para los vencidos, en ellas se les garantizaba una serie de usos y costumbres de todo tipo: familiares, religiosos, judiciales, económicos, lingüísticos, etc.

En virtud de las capitulaciones, se les permitía conservar su fe, su ley y costumbres, podían tener caballos y armas, siempre que no fueran de fuego, acudirían libremente a sus mezquitas, no estaban obligados a llevar ningún tipo de distintivo, se les permitía celebrar sus ceremonias familiares y matrimonios, mantendrían la intimidad de sus casas, seguirían utilizando sus propias carnicerías, no pagarían otros impuestos que hasta los que entonces habían estado pagando, tendrían libre comercio con el norte de África y con las tierras bajo dominio de los Reyes Católicos y, finalmente, en sus problemas legales acudirían a sus propios cadíes y almotacenes.

Los Reyes Católicos “se lo concedieron todo” creyendo que la nueva sociedad granadina formada ya por dos comunidades, la musulmana y la cristiana, con modos de vida y creencias bien diferenciadas, acabaría inclinándose a la cultura castellano-cristiana. La realidad en corto período de tiempo demostró que no sería así. La actitud que desde el primer momento adoptaron los musulmanes ante las autoridades religiosas y civiles de Granada, no fue otra que la de exigir el cumplimiento de lo pactado en las Capitulaciones, las cuales les garantizaban plena libertad de usos y costumbres propias. El posterior incumplimiento de las capitulaciones fue el germen de todo lo que ocurrió en el reino con el paso del tiempo. Entre éstas se incumplieron las relativas a juzgar a los musulmanes según sus leyes y jueces, no obligarles a portar señales en sus vestidos, no despojarles de sus mezquitas y bienes habices y no apremiarles a ser cristianos contra su voluntad.

Existieron también otras razones de índole material, que ayudaron o colaboraron a que el ambiente de desasosiego fuera en aumento. Así lo relata Miguel Ángel Ladero Quesada:

“Muy pronto también a los mudéjares establecidos en la vega de Granada se les negó el derecho a compartir tierras, medida ésta destinada a facilitar la implantación de población cristiana en la región. Lo más grave fue que en dos ocasiones, en 1495 y 1499, la Corona implantó nuevos impuestos, que cayeron únicamente sobre los mudéjares. Los que esperaban del nuevo régimen una fiscalidad menos onerosa, sufrieron un amargo desencanto”.

La expulsión de los moriscos


Tras sofocar la sublevación de las Alpujarras (1571), comienza a cobrar fuerza la idea de que los moriscos pueden ayudar a una invasión turca. Esto pareció confirmarse con el descubrimiento de una conspiración en Sevilla (1580), otra que involucraba al rey francés Enrique IV (1602), y la petición de ayuda al Magreb de los moriscos valencianos (1608).

Ante tal estado de cosas, y deseosa la monarquía de lograr por fin una sociedad española cerrada y uniforme, se decreta su expulsión, que se efectúa con el acompañamiento de todas las fuerzas armadas terrestres y marítimas. La medida comienza a aplicarse con los moriscos de Valencia, donde se encuentra uno de los núcleos más importantes de España. La operación, que se desarrolla hasta 1611, supone la partida forzosa de unos 275000 de los 300000 moriscos que viven en España.

El decreto de expulsión, en realidad, estaba calcado del de los Reyes Católicos contra los judíos en 1492 y, como aquel, se atendía exclusivamente a la religión y no a la raza.

A Felipe III no le alarmaba el temor de una rebelión de los moriscos, porque la proporción de los cristianos con los moriscos era bastante tranquilizante. Sin embargo, la laboriosidad, la sobriedad, la frugalidad en su trato, el ningún lujo que tenían en sus casas y en los vestidos, el afán en el que a pesar de los impuestos que pagaban iban allegándose dinero y proporcionándose una situación más ventajosa que la de muchos cristianos viejos, la rapidez con la que se multiplicaban por no admitir entre ellos celibato y casarse muy jóvenes, el no contribuir al servicio de las armas, del que estaban eximidos, sin perder así gente en las costosas guerras que entonces mantenía España, el no emigrar en busca de riquezas al nuevo mundo, todo esto hacia que los moriscos se multiplicaran con extraordinaria rapidez.

El día 23 de septiembre de 1609 en las calles y plazas de Valencia, se pregonó la pragmática de expulsión, en la que el rey apellidando herejes, apostatas y traidores a los moriscos, decía que, usando de clemencia, no les condenaba a muerte, ni confiscaba sus bienes, con tal de que se apresurasen a ser embarcados en el término de tres días y dejasen para siempre las tierras de España. En ese plazo tan corto de tres días, los moriscos y sus mujeres, bajo pena de muerte, debían dirigirse a los puertos que cada comisario les señalase. No se les permitía sacar de sus casas más que los bienes que pudieran llevar sobre sus cuerpos. Se autorizaba a cualquiera que encontrase a un morisco desbandado fuera de su lugar pasados los tres días del edicto, a apoderarse de lo que llevara, prenderle y darle muerte si se resistía.

El mayor peligro para los moriscos estaba en llegar a los puertos de mar, deseosos los cristianos viejos de vengarse y atraídos por el amor al pillaje, formaban cuadrillas en los caminos, que asaltaban, robaban y asesinaban a los infelices moriscos. Soldados y paisanos rivalizaban en codicia y crueldad. Muchos señores tuvieron que acompañar hasta el mar a sus vasallos.

Muchas de las familias, que creyéndose más seguras habían fletado para sí buques para ser trasladados a África, perecieron en el camino víctimas de la codicia y brutalidad de sus patrones. Fueron robadas y degolladas durante la travesía y arrojadas al mar.

Desde una perspectiva moral, la expulsión de los moriscos fue un acto de barbarie e intransigencia religiosa y política. Aproximadamente, 112000 personas fueron echados de su país por la sencilla razón de que eran diferentes: hablaban otra lengua, tenían otras costumbres y adoraban al mismo dios de forma distinta.

La perdida demográfica fue terrible y la repoblación tardó cerca de un siglo en llenar parcialmente aquel vacío.

En el orden económico se vio privada la nación de la población más útil, productora y contribuyente. Ochocientos mil ducados costaron el trasporte de los moriscos a África. Por otra parte, los moriscos pusieron en circulación gran cantidad de monedas falsas que afectó al comercio y a la hacienda pública.

Los campos quedaron sin cultivo. Los señores territoriales perdieron muchas de sus rentas. Las fortalezas feudales fueron derribadas y sus dueños, que no podían defenderse por la falta de vasallos, se concentraron en las ciudades. La industria, falta de brazos, se arruinó cerrándose las fábricas y talleres.

En el destierro de los moriscos se repitieron las escenas de amargura de la expulsión de los judíos en el siglo XV.