Nuestra alma tiene la admirable capacidad de sentir a Dios. Este sentimiento de Dios a veces es claramente perceptible, pero inmaduro en la juventud. Si se lo desarrolla espiritualmente de una manera correcta, se fortalece en el hombre y se alcanza la fe consciente es decir, se adquiere la certeza de que existe un único Dios, Creador del Universo, que se preocupa de las personas y de toda la naturaleza.
Si la fe en el hombre está viva y sana, entonces ella no se limita a un frío reconocimiento de que Dios existe, sino que se expresa en el deseo de comunicarse con Él. El alma creyente busca a Dios de una manera natural, como las plantas buscan el Sol. A su vez, la comunicación viva con Dios fortalece aun más en el hombre la fe, así que la fe se convierte en la dirección espiritual basada en la experiencia personal. En algunas personas, especialmente llenas de gracia, la fe se convierte en una idea inspiradora y portadora de luz, que los lleva de este mundo agitado y de pecado al montañoso mundo de la verdad perpetua. Entre estas personas están los santos: Sergio de Radonezh y Serafin de Sarov, Juan de Kronstadt, Germán de Alaska y otros como ellos.
El importancia de la fe en el desarrollo del hombre consiste en que ella le da la dirección necesaria a todas sus fuerzas espirituales, a su inteligencia, a sus sentimientos y a su voluntad, y también lleva armonía a su mundo interior. Así, por ejemplo, a la inteligencia le da claridad y una correcta concepción del mundo; a la voluntad, le da un punto de apoyo y un objetivo; a los sentimientos, los ennoblece y los limpia. La fe aparta al hombre de los bajos intereses terrenales y lo lleva al dominio de los más altos y santos sentimientos vivos.
La fe y el conocimiento
En nuestro siglo con todo género de avances científicos es común humillar a la fe en comparación con el conocimiento y la ciencia. Se considera al conocimiento como algo indudable, con bases sólidas, algo completamente objetivo. Por su parte, la fe es considerada como algo arbitrario y subjetivo e imposible de probar. Sin embargo, esta contraposición del conocimiento con la fe es errónea.
Ante todo, la misma definición del conocimiento, como algo indudab1e y de bases sólidas, no corresponde a la real situación de las cosas. Esto, probablemente, puede ser el ideal del conocimiento, pero no es su condición real. Sería suficiente comparar los diferentes estudios de la materia a lo largo de la historia humana en la antigüedad, después al final del siglo pasado, a mediados de este siglo y, por fin, los últimos descubrimientos de la mecánica cuántica, y nos convenceremos de que los conocimientos humanos cambian radicalmente casi con cada generación. Similares "revoluciones" se pueden observar en todas las ramas de la ciencia, sobre todo en la Física, la Astronomía, la Biología y la Medicina. Aquello que se reconocía como verdad irrefutable ayer, se rechaza hoy. Se pudiera pensar que, si la humanidad existiera unos cuantos siglos más, nuestros descendientes se expresarían irónicamente con relación a las primitivas concepciones científicas del siglo XX.
De esto debe concluirse que lo valioso lo constituye no el conocimiento racional en sí, sino la capacidad del hombre de internarse más y más hondo en los misterios de la naturaleza. Y aquí el motor de la ciencia no es el conocimiento racional basado en los cinco sentidos, sino la visión intuitiva. La intuición es otra valiosa cualidad humana. La intuición es similar a la fe, pero de un nivel inferior, porque la intuición se extiende sólo a los objetos físicos y la fe a los espirituales.
Nadie discute que los conocimientos de un ingeniero son valiosos para fines prácticos, por ejemplo, para hacer algún proyecto, para construir. Pero si no existieran científicos que con su sagacidad y olfato comprendieran los misterios de la naturaleza, entonces los ingenieros no tendrían nada que estudiar y los conocimientos de la humanidad serían limitados. De esta manera, no son los conocimientos, sino la intuición la que conduce el progreso de la ciencia. Miremos otro ejemplo. Nosotros apreciamos a los músicos por su buena interpretación de alguna obra musical, pero si no hubiera compositores dotados de ingenio creador, los músicos no tendrían nada que interpretar. Los compositores geniales, los poetas, escultores y otros artistas similares tienen la cualidad de personificar o encarnar sus ideas en algo bello, sublime, ennoblecido. De esta manera, hacia donde miremos, vamos a ver que la imaginación, la visión intuitiva, la inspiración y el ingenio creativo son los motores que llevan el progreso a la ciencia y a todas las ramas del arte.
Comparando la fe con otras altas cualidades humanas vemos que la fe es similar a la intuición, amplía los límites de la mente humana. La fe le da a la mente humana acceso a aquello que es inalcanzable para los sentimientos carnales. Así, gracias a la fe, nosotros llegamos al convencimiento de que todo lo que existe es gracias a la voluntad del Creador, que dio a la gente un alma inmortal y que es el sentido y el objetivo de nuestra vida. La fe a menudo aventaja a los descubrimientos de la ciencia, afirmando que el mundo no es eterno, que el mundo tiene un origen no material, que gradualmente pasó de formas más simples a formas más complejas, que todas las leyes de la naturaleza están subordinadas a un plan superior, que existen otros mundos diferentes del nuestro, y así por el estilo.
Gracias a la comunicación con Dios, el hombre creyente tiene un olfato especial hacia la verdad. Nuestra mente no es capaz de comprenderlo todo de una sola vez, por ejemplo: la Resurrección que tendrá lugar para todos los que han muerto, el Juicio Final, la Vida Eterna, pero nosotros estamos seguros de que eso va a suceder. Así, la fe se parece al ojo que nos permite alcanzar aquello que está a lo lejos, en el horizonte de nuestro futuro.
Sin embargo, aun el ojo más sensible no puede ver sin luz. Así, la fe necesita de la luz espiritual de la revelación divina. Dios, por amor a las personas, a través de los profetas, los apóstoles y especialmente a través de su Hijo Unigénito, nos revela todo lo que necesitamos saber para el desarrollo espiritual y para la salvación de nuestras almas. Así, por ejemplo, Dios nos reveló el misterio de su Trinidad, el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, sus expiatorios sufrimientos en la cruz y su Resurrección al tercer día, el camino del renacimiento espiritual, la bondadosa fuerza de los sacramentos, la constitución del mundo angelical, la razón del mal y cómo luchar contra el mal y muchas cosas más.
Pero cuando decimos que la capacidad de creer es superior a los conocimientos físicos no queremos decir que la fe excluya al pensamiento o al razonamiento lógico; por el contrario, según el plan de Dios, todas las capacidades espirituales deben interactuar entre sí. La verdadera fe no debe ser ciega, frívola y ligera. La ligereza en cuanto a la fe demuestra la pereza del alma, la ingenuidad de la mente. La inteligencia debe ayudar a diferenciar la verdad del engaño. El estudio detallado de las verdades religiosas hacen la fe más precisa y fundamentada. El Señor Jesucristo nunca exigía de sus seguidores una fe ciega, al contrario. Él dijo a los judíos: "Escudriñad las escrituras porque ellas dan testimonio de mí" (Jn. 5:39). Asimismo les proponía a los incrédulos ahondar en sus milagros, diciéndoles: "Aunque no me creáis a mí, creed a Mis obras." De la misma manera, los apóstoles aconsejaban a los cristianos usar la inteligencia, ser prudentes, cautos en cuestiones de fe: "No creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios. Especialmente, los apóstoles persuadían a sus seguidores y sucesores a seguir la sana doctrina y rechazando fábulas y fantasías humanas" (2 Tim. 1:13, 4:3).
De esta manera vemos que no es correcto contraponer el razonamiento a la fe, ya que ambos son necesarios. La meta del razonamiento es investigar, probar, fundamentar. El razonamiento aleja a la fe del error y del engaño, y a la gente la aleja del fanatismo. La fe se puede comparar con el motor de un carro, y el razonamiento con el volante: sin motor, el carro no se mueve de su lugar, y sin volante se estrella.
La dependencia de la fe con respecto a la voluntad
"He aquí, estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré a é1 y cenaré con é1 y é1 conmigo" (Ap. 3:20) Estas palabras del Salvador hablan de que Dios, a cada ser humano, le ofrece el don de la fe, pero el hombre es libre de recibir o rechazar el don de Dios.
Dios tiene piedad de aquellas personas que están indecisas, no por terquedad, sino a causa de la debilidad de sus fuerzas espirituales, de su inexperiencia. A las personas que buscan la verdad y que sufren por su escasa fe, El Señor les ayuda a obtener la fe. Así, por ejemplo, el Señor Jesucristo tuvo compasión del desesperado padre del muchacho endemoniado, que exclamó: "Creo, Señor ayuda mi incredulidad," y curó a su hijo enfermo (Mc. 9:24). Tuvo compasión también del apóstol Pedro, el cual se asustó de la tormenta y se empezó a hundir. Habiéndole dado la mano al apóstol Pedro, el Señor le reprendió levemente, diciendo "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?" (Mt. 14:31). El Señor tampoco rechazó al hombre de poca fe Tomás. "Tu creíste porque viste. Bienaventurados los que sin ver, creyeron" (Jn. 20:29). En otras palabras, la fe fundamentada en experiencias exteriores tiene poco valor; no es propiamente fe, sino conocimiento común. La fe verdadera nace de la experiencia interior. Esta fe exige sensibilidad, entusiasmo espiritual, y por esa razón es merecedora de elogio.
Pero vemos una completa contraposición a esta búsqueda de la fe en los escribas y fariseos judíos de los tiempos de Cristo. Ellos decididamente no querían creer en Jesucristo como el Mesías enviado por Dios. Nada hizo cambiar su falta de fe. Ni el cumplimiento en Cristo de las antiguas profecías, ni sus innumerables milagros y resurrección de muertos, ni los signos en la naturaleza, ni tampoco el milagro de la Resurrección de Cristo. Al contrario, con cada nuevo milagro de Cristo ellos se enfurecían y lo hostilizaban aún más.
De esta manera, y si ni siquiera Cristo pudo despertar fe en aquellos que no querían creer, ¿será acaso asombroso que en nuestro tiempo existan conscientes y persistentes ateos? Ellos afirman que no creen porque no ven milagros. Pero la verdadera razón de su incredulidad consiste no en la ausencia de milagros, que diariamente se realizan, sino en la dirección negativa de su voluntad. Ellos simplemente no quieren que Dios exista.
El problema de la incredulidad está estrechamente ligado al pecaminoso deterioro de la naturaleza humana. El hecho es que la fe sujeta al hombre a una determinada manera de vivir. La fe contiene su ansias y su codicia, lo llama a superar el egoísmo, a vivir moderadamente, a hacer el bien, incluso a sacrificarse. Entonces, cuando el ser humano antepone sus pasiones a la voluntad de Dios, cuando pone más alto su propio bien y no el bien ajeno, entonces el hombre va a rechazar de todas las maneras posibles cada argumento en favor de la fe. El Salvador señaló que la mala voluntad es la principal razón de la incredulidad, cuando dijo: "Porque todo aquel que hace lo malo aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios" (Juan 3:20-21).
Sin embargo, si el hombre tiene poder para reprimir en sí mismo su fe, entonces también el hombre es capaz de fortalecer su fe. Volviendo otra vez al Evangelio, encontramos en la Escritura ejemplos de fe ardiente, por ejemplo el soldado romano, la mujer cananea que sangraba, los ciegos de Jericó, y muchos otros. El Señor llamaba la atención de sus seguidores para que emularan la fe de estas personas. En consecuencia, está en nuestro poder la posibilidad, con la ayuda de Dios, de reunir y dirigir nuestras fuerzas espirituales hacia un fortalecimiento de nuestra fe. La fe, como todo lo bueno, demanda esfuerzos. Es por eso que, se promete por ella una recompensa: "El que creyere y fuere bautizado será salvo" (Mc. 16:16).
La fe soporta la esperanza
Las pruebas y las penas son inevitables en nuestra vida. En los minutos difíciles de nuestra vida sólo la fe puede dar al hombre las necesarias fuerzas espirituales.
Mientras el hombre con una fe débil a la hora de una desgracia pierde el ánimo, se siente abatido, se queja, y se enfurece, el hombre creyente se dirige más fuertemente a Dios en busca de ayuda. A los sentimientos tristes el creyente los rechaza con la esperanza en Dios, sabiendo que "el que creyere en Él, no será avergonzado" (Rom. 9:33).
Las penas y las aflicciones en nuestra vida son tormentos, períodos de prueba de nuestra fe. Durante épocas de buen tiempo cada marinero puede tener un muy buen concepto de sus conocimientos del mar, pero solamente en tiempos de tormenta se manifiesta el navegante diestro. Al leer los libros de las Sagradas Escrituras o de la vida de los Santos, nos convencemos de que estos siervos de Dios hallaron la solidez de su fe más en los tiempos de persecución y sufrimientos que cuando su vida transcurría tranquilamente. El apóstol Pablo menciona ejemplos de la fe de los hombres justos del Antiguo Testamento y se detiene precisamente en aquellos momentos de sus vidas cuando sufrían persecuciones. Al final de los ejemplos presentados, el Apóstol llega a la siguiente conclusión ."Otros fueron atormentados, no aceptando el rescate, a fin de obtener mejor resurrección. Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra" (Heb. 11:35-38). El Apóstol Pablo enseña seguidamente: "Por tanto nosotros también teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante" (Heb. 12:1).
Probablemente al lector no le es difícil concordar con que la fe ayuda al hombre a soportar valientemente las penas. Pero queda la pregunta: ¿Por qué el Señor permite que los creyentes y los hombres justos sufran? A esta pregunta no es fácil contestar: "¿Quien ha medido el Espíritu del Señor, que consejero lo ha instruído?" (Is. 40:13). El apóstol Pablo escribe que "a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien" (Rom. 8:28). "Todas las cosas," incluyendo también las penas y las aflicciones. En efecto, el apóstol Pablo mismo, al verse sometido a grandes pruebas, iba tomando experiencia: "Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, ¡entonces soy fuerte! Porque la fuerza de Dios se realiza en la debilidad" (2 Cor. 12:10).
Los sufrimientos convencen al ser humano de la inestabilidad de los bienes terrenales, nos recuerdan a un Dios liberador, a la vida eterna; nos enseñan mansedumbre, desarrollan la valentía, y la constancia en el bien. Cuando el ser humano no tiene de dónde esperar ayuda, siente más vivamente a Dios. Y al mismo tiempo, mientras exteriormente padece estrechez y sufrimientos, en el corazón recibe consuelo. Este sentimiento inmediato de Dios tiene influencia benefactora en la fe del ser humano. Así pues, por misericordia de Dios, resulta que, en síntesis, por un lado, la fe ayuda al ser humano a sobrellevar los sufrimientos, y por otro lado los sufrimientos mismos ayudan en el fortalecimiento de la fe.
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Si la fe en el hombre está viva y sana, entonces ella no se limita a un frío reconocimiento de que Dios existe, sino que se expresa en el deseo de comunicarse con Él. El alma creyente busca a Dios de una manera natural, como las plantas buscan el Sol. A su vez, la comunicación viva con Dios fortalece aun más en el hombre la fe, así que la fe se convierte en la dirección espiritual basada en la experiencia personal. En algunas personas, especialmente llenas de gracia, la fe se convierte en una idea inspiradora y portadora de luz, que los lleva de este mundo agitado y de pecado al montañoso mundo de la verdad perpetua. Entre estas personas están los santos: Sergio de Radonezh y Serafin de Sarov, Juan de Kronstadt, Germán de Alaska y otros como ellos.
El importancia de la fe en el desarrollo del hombre consiste en que ella le da la dirección necesaria a todas sus fuerzas espirituales, a su inteligencia, a sus sentimientos y a su voluntad, y también lleva armonía a su mundo interior. Así, por ejemplo, a la inteligencia le da claridad y una correcta concepción del mundo; a la voluntad, le da un punto de apoyo y un objetivo; a los sentimientos, los ennoblece y los limpia. La fe aparta al hombre de los bajos intereses terrenales y lo lleva al dominio de los más altos y santos sentimientos vivos.
La fe y el conocimiento
En nuestro siglo con todo género de avances científicos es común humillar a la fe en comparación con el conocimiento y la ciencia. Se considera al conocimiento como algo indudable, con bases sólidas, algo completamente objetivo. Por su parte, la fe es considerada como algo arbitrario y subjetivo e imposible de probar. Sin embargo, esta contraposición del conocimiento con la fe es errónea.
Ante todo, la misma definición del conocimiento, como algo indudab1e y de bases sólidas, no corresponde a la real situación de las cosas. Esto, probablemente, puede ser el ideal del conocimiento, pero no es su condición real. Sería suficiente comparar los diferentes estudios de la materia a lo largo de la historia humana en la antigüedad, después al final del siglo pasado, a mediados de este siglo y, por fin, los últimos descubrimientos de la mecánica cuántica, y nos convenceremos de que los conocimientos humanos cambian radicalmente casi con cada generación. Similares "revoluciones" se pueden observar en todas las ramas de la ciencia, sobre todo en la Física, la Astronomía, la Biología y la Medicina. Aquello que se reconocía como verdad irrefutable ayer, se rechaza hoy. Se pudiera pensar que, si la humanidad existiera unos cuantos siglos más, nuestros descendientes se expresarían irónicamente con relación a las primitivas concepciones científicas del siglo XX.
De esto debe concluirse que lo valioso lo constituye no el conocimiento racional en sí, sino la capacidad del hombre de internarse más y más hondo en los misterios de la naturaleza. Y aquí el motor de la ciencia no es el conocimiento racional basado en los cinco sentidos, sino la visión intuitiva. La intuición es otra valiosa cualidad humana. La intuición es similar a la fe, pero de un nivel inferior, porque la intuición se extiende sólo a los objetos físicos y la fe a los espirituales.
Nadie discute que los conocimientos de un ingeniero son valiosos para fines prácticos, por ejemplo, para hacer algún proyecto, para construir. Pero si no existieran científicos que con su sagacidad y olfato comprendieran los misterios de la naturaleza, entonces los ingenieros no tendrían nada que estudiar y los conocimientos de la humanidad serían limitados. De esta manera, no son los conocimientos, sino la intuición la que conduce el progreso de la ciencia. Miremos otro ejemplo. Nosotros apreciamos a los músicos por su buena interpretación de alguna obra musical, pero si no hubiera compositores dotados de ingenio creador, los músicos no tendrían nada que interpretar. Los compositores geniales, los poetas, escultores y otros artistas similares tienen la cualidad de personificar o encarnar sus ideas en algo bello, sublime, ennoblecido. De esta manera, hacia donde miremos, vamos a ver que la imaginación, la visión intuitiva, la inspiración y el ingenio creativo son los motores que llevan el progreso a la ciencia y a todas las ramas del arte.
Comparando la fe con otras altas cualidades humanas vemos que la fe es similar a la intuición, amplía los límites de la mente humana. La fe le da a la mente humana acceso a aquello que es inalcanzable para los sentimientos carnales. Así, gracias a la fe, nosotros llegamos al convencimiento de que todo lo que existe es gracias a la voluntad del Creador, que dio a la gente un alma inmortal y que es el sentido y el objetivo de nuestra vida. La fe a menudo aventaja a los descubrimientos de la ciencia, afirmando que el mundo no es eterno, que el mundo tiene un origen no material, que gradualmente pasó de formas más simples a formas más complejas, que todas las leyes de la naturaleza están subordinadas a un plan superior, que existen otros mundos diferentes del nuestro, y así por el estilo.
Gracias a la comunicación con Dios, el hombre creyente tiene un olfato especial hacia la verdad. Nuestra mente no es capaz de comprenderlo todo de una sola vez, por ejemplo: la Resurrección que tendrá lugar para todos los que han muerto, el Juicio Final, la Vida Eterna, pero nosotros estamos seguros de que eso va a suceder. Así, la fe se parece al ojo que nos permite alcanzar aquello que está a lo lejos, en el horizonte de nuestro futuro.
Sin embargo, aun el ojo más sensible no puede ver sin luz. Así, la fe necesita de la luz espiritual de la revelación divina. Dios, por amor a las personas, a través de los profetas, los apóstoles y especialmente a través de su Hijo Unigénito, nos revela todo lo que necesitamos saber para el desarrollo espiritual y para la salvación de nuestras almas. Así, por ejemplo, Dios nos reveló el misterio de su Trinidad, el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, sus expiatorios sufrimientos en la cruz y su Resurrección al tercer día, el camino del renacimiento espiritual, la bondadosa fuerza de los sacramentos, la constitución del mundo angelical, la razón del mal y cómo luchar contra el mal y muchas cosas más.
Pero cuando decimos que la capacidad de creer es superior a los conocimientos físicos no queremos decir que la fe excluya al pensamiento o al razonamiento lógico; por el contrario, según el plan de Dios, todas las capacidades espirituales deben interactuar entre sí. La verdadera fe no debe ser ciega, frívola y ligera. La ligereza en cuanto a la fe demuestra la pereza del alma, la ingenuidad de la mente. La inteligencia debe ayudar a diferenciar la verdad del engaño. El estudio detallado de las verdades religiosas hacen la fe más precisa y fundamentada. El Señor Jesucristo nunca exigía de sus seguidores una fe ciega, al contrario. Él dijo a los judíos: "Escudriñad las escrituras porque ellas dan testimonio de mí" (Jn. 5:39). Asimismo les proponía a los incrédulos ahondar en sus milagros, diciéndoles: "Aunque no me creáis a mí, creed a Mis obras." De la misma manera, los apóstoles aconsejaban a los cristianos usar la inteligencia, ser prudentes, cautos en cuestiones de fe: "No creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios. Especialmente, los apóstoles persuadían a sus seguidores y sucesores a seguir la sana doctrina y rechazando fábulas y fantasías humanas" (2 Tim. 1:13, 4:3).
De esta manera vemos que no es correcto contraponer el razonamiento a la fe, ya que ambos son necesarios. La meta del razonamiento es investigar, probar, fundamentar. El razonamiento aleja a la fe del error y del engaño, y a la gente la aleja del fanatismo. La fe se puede comparar con el motor de un carro, y el razonamiento con el volante: sin motor, el carro no se mueve de su lugar, y sin volante se estrella.
La dependencia de la fe con respecto a la voluntad
"He aquí, estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré a é1 y cenaré con é1 y é1 conmigo" (Ap. 3:20) Estas palabras del Salvador hablan de que Dios, a cada ser humano, le ofrece el don de la fe, pero el hombre es libre de recibir o rechazar el don de Dios.
Dios tiene piedad de aquellas personas que están indecisas, no por terquedad, sino a causa de la debilidad de sus fuerzas espirituales, de su inexperiencia. A las personas que buscan la verdad y que sufren por su escasa fe, El Señor les ayuda a obtener la fe. Así, por ejemplo, el Señor Jesucristo tuvo compasión del desesperado padre del muchacho endemoniado, que exclamó: "Creo, Señor ayuda mi incredulidad," y curó a su hijo enfermo (Mc. 9:24). Tuvo compasión también del apóstol Pedro, el cual se asustó de la tormenta y se empezó a hundir. Habiéndole dado la mano al apóstol Pedro, el Señor le reprendió levemente, diciendo "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?" (Mt. 14:31). El Señor tampoco rechazó al hombre de poca fe Tomás. "Tu creíste porque viste. Bienaventurados los que sin ver, creyeron" (Jn. 20:29). En otras palabras, la fe fundamentada en experiencias exteriores tiene poco valor; no es propiamente fe, sino conocimiento común. La fe verdadera nace de la experiencia interior. Esta fe exige sensibilidad, entusiasmo espiritual, y por esa razón es merecedora de elogio.
Pero vemos una completa contraposición a esta búsqueda de la fe en los escribas y fariseos judíos de los tiempos de Cristo. Ellos decididamente no querían creer en Jesucristo como el Mesías enviado por Dios. Nada hizo cambiar su falta de fe. Ni el cumplimiento en Cristo de las antiguas profecías, ni sus innumerables milagros y resurrección de muertos, ni los signos en la naturaleza, ni tampoco el milagro de la Resurrección de Cristo. Al contrario, con cada nuevo milagro de Cristo ellos se enfurecían y lo hostilizaban aún más.
De esta manera, y si ni siquiera Cristo pudo despertar fe en aquellos que no querían creer, ¿será acaso asombroso que en nuestro tiempo existan conscientes y persistentes ateos? Ellos afirman que no creen porque no ven milagros. Pero la verdadera razón de su incredulidad consiste no en la ausencia de milagros, que diariamente se realizan, sino en la dirección negativa de su voluntad. Ellos simplemente no quieren que Dios exista.
El problema de la incredulidad está estrechamente ligado al pecaminoso deterioro de la naturaleza humana. El hecho es que la fe sujeta al hombre a una determinada manera de vivir. La fe contiene su ansias y su codicia, lo llama a superar el egoísmo, a vivir moderadamente, a hacer el bien, incluso a sacrificarse. Entonces, cuando el ser humano antepone sus pasiones a la voluntad de Dios, cuando pone más alto su propio bien y no el bien ajeno, entonces el hombre va a rechazar de todas las maneras posibles cada argumento en favor de la fe. El Salvador señaló que la mala voluntad es la principal razón de la incredulidad, cuando dijo: "Porque todo aquel que hace lo malo aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios" (Juan 3:20-21).
Sin embargo, si el hombre tiene poder para reprimir en sí mismo su fe, entonces también el hombre es capaz de fortalecer su fe. Volviendo otra vez al Evangelio, encontramos en la Escritura ejemplos de fe ardiente, por ejemplo el soldado romano, la mujer cananea que sangraba, los ciegos de Jericó, y muchos otros. El Señor llamaba la atención de sus seguidores para que emularan la fe de estas personas. En consecuencia, está en nuestro poder la posibilidad, con la ayuda de Dios, de reunir y dirigir nuestras fuerzas espirituales hacia un fortalecimiento de nuestra fe. La fe, como todo lo bueno, demanda esfuerzos. Es por eso que, se promete por ella una recompensa: "El que creyere y fuere bautizado será salvo" (Mc. 16:16).
La fe soporta la esperanza
Las pruebas y las penas son inevitables en nuestra vida. En los minutos difíciles de nuestra vida sólo la fe puede dar al hombre las necesarias fuerzas espirituales.
Mientras el hombre con una fe débil a la hora de una desgracia pierde el ánimo, se siente abatido, se queja, y se enfurece, el hombre creyente se dirige más fuertemente a Dios en busca de ayuda. A los sentimientos tristes el creyente los rechaza con la esperanza en Dios, sabiendo que "el que creyere en Él, no será avergonzado" (Rom. 9:33).
Las penas y las aflicciones en nuestra vida son tormentos, períodos de prueba de nuestra fe. Durante épocas de buen tiempo cada marinero puede tener un muy buen concepto de sus conocimientos del mar, pero solamente en tiempos de tormenta se manifiesta el navegante diestro. Al leer los libros de las Sagradas Escrituras o de la vida de los Santos, nos convencemos de que estos siervos de Dios hallaron la solidez de su fe más en los tiempos de persecución y sufrimientos que cuando su vida transcurría tranquilamente. El apóstol Pablo menciona ejemplos de la fe de los hombres justos del Antiguo Testamento y se detiene precisamente en aquellos momentos de sus vidas cuando sufrían persecuciones. Al final de los ejemplos presentados, el Apóstol llega a la siguiente conclusión ."Otros fueron atormentados, no aceptando el rescate, a fin de obtener mejor resurrección. Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra" (Heb. 11:35-38). El Apóstol Pablo enseña seguidamente: "Por tanto nosotros también teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante" (Heb. 12:1).
Probablemente al lector no le es difícil concordar con que la fe ayuda al hombre a soportar valientemente las penas. Pero queda la pregunta: ¿Por qué el Señor permite que los creyentes y los hombres justos sufran? A esta pregunta no es fácil contestar: "¿Quien ha medido el Espíritu del Señor, que consejero lo ha instruído?" (Is. 40:13). El apóstol Pablo escribe que "a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien" (Rom. 8:28). "Todas las cosas," incluyendo también las penas y las aflicciones. En efecto, el apóstol Pablo mismo, al verse sometido a grandes pruebas, iba tomando experiencia: "Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, ¡entonces soy fuerte! Porque la fuerza de Dios se realiza en la debilidad" (2 Cor. 12:10).
Los sufrimientos convencen al ser humano de la inestabilidad de los bienes terrenales, nos recuerdan a un Dios liberador, a la vida eterna; nos enseñan mansedumbre, desarrollan la valentía, y la constancia en el bien. Cuando el ser humano no tiene de dónde esperar ayuda, siente más vivamente a Dios. Y al mismo tiempo, mientras exteriormente padece estrechez y sufrimientos, en el corazón recibe consuelo. Este sentimiento inmediato de Dios tiene influencia benefactora en la fe del ser humano. Así pues, por misericordia de Dios, resulta que, en síntesis, por un lado, la fe ayuda al ser humano a sobrellevar los sufrimientos, y por otro lado los sufrimientos mismos ayudan en el fortalecimiento de la fe.
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Por eso los apóstoles enseñaban a los cristianos: "Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia" (Stg. 1:2-3). Las Sagradas Escrituras comparan los sufrimientos con una llama que limpia el oro de las impurezas y lo hace más valioso (1 Pedro 1:70).
Seguramente, por el hecho de que la fe da fortaleza en los momentos difíciles y sirve de apoyo para su vida espiritual, es que el Señor la llamó piedra o roca cuando dijo: "En esta piedra (la fe) yo fundaré Mi Iglesia y las puertas del Infierno no la vencerán" (Mt. 16:18). En efecto, es imposible contar todas las persecuciones a los cristianos en los dos mil años de existencia de la Iglesia. En el transcurso de este tiempo muchos imperios y estados fuertes han caído y desaparecido de la faz de la tierra. Sin embargo, la Iglesia de Cristo, inquebrantablemente, permanece firme en la fe en el Salvador.
La fe es la llave de los tesoros de Dios
La fe lleva al ser humano a un encuentro vivo con Dios en la oración atenta y de corazón. Durante esta oración el ser humano se relaciona con la todopoderosa fuerza divina y entonces, según las palabras del Salvador, todo se hace posible para el creyente (Mt. 9:23). Por eso "Todo lo que pidieran en oración con fe, lo recibirán," y añadió: "Si tuvieran fe como un grano de mostaza y le digan a un monte: muévase de aquí para allá, y se moviera, y nada os será imposible" (Mat. 21:22 y 17:20). En otras palabras, incluso la más pequeña fe puede hacer milagros, con tal que sea íntegra y viva como una semilla. El gran hombre de oración San Juan de Kronstadt, basado en su experiencia personal, llamaba a la fe "llave de los tesoros de Dios."
Pero la fe religiosa no es la fe en las fuerzas de uno mismo. Están muy equivocados los representantes de las sectas que confunden la fe religiosa con simple autosugestión. Ellos enseñan que hay que convencerse a sí mismo acerca de lo que se quiera, por ejemplo su salud, la suerte, el bienestar, y que eso es suficiente para obtener todo bienestar. Una autosugestión así se parece a un juego de niños en el que los infantes imaginan que navegan por el mar estando sentados en el piso de su cuarto. Una fe así es un autoengaño y es contraria al cristianismo.
La fe actúa no por la fuerza de la imaginación ni por autohipnosis, sino por medio de la unión del ser humano con el manantial de toda vida y fuerza, de la unión con Dios. La fe es el recipiente del cual se extrae el agua, pero es necesario llegar a esta agua y sumergir el recipiente en ella. Es necesario usar prudentemente la poderosa fuerza de la fe. Cuando oremos debemos preocuparnos no tanto en persistir obstinadamente en nuestra petición, sino en que Dios nos ilumine para comprender qué pedir. Pues la oración no es sólo nuestra palabra dirigida a Dios, sino especialmente nuestra conversación con Dios. Y en una conversación hay que saber escuchar.
A la luz de los relatos del Evangelio, vemos que la gente que se distinguía por su gran fe, como por ejemplo los anteriormente mencionados: el soldado romano, la mujer cananea, los amigos del hombre postrado y otros, eran ajenos a cualquier exaltación o énfasis. Al contrario, ellos eran gente muy humilde (Mt. 8:10, 15:2, 9:2). La combinación de una fe fuerte con la humildad no es casualidad. El hombre que tiene una gran fe siente más que otro cualquiera la grandeza y el poder de Dios. Y cuanto más claramente siente esto, más va a reconocer su debilidad, su miseria. Por eso los grandes hombres de Dios, como por ejemplo los profetas Moisés y Elías, los apóstoles Pedro y Pablo y otros como ellos, siempre se distinguían por su gran humildad.
La fe funciona con amor
¿Qué relación existe entre la fe y las buenas obras?. Preguntan: ¿Será suficiente para salvarse solamente la fe o serán necesarias también las buenas obras? La pregunta propiamente formulada en este plano es incorrecta, porque parte de una concepción errada acerca de la fe. La fe verdadera se extiende no sólo a la inteligencia del ser humano, sino también a todas las fuerzas de su alma, incluyendo también a la voluntad. Los protestantes redujeron la idea acerca de la fe, limitándola a un recibimiento mental, intelectual, de la doctrina del Evangelio, y afirman: "¡Solamente crees y tú eres salvado!" El error de los protestantes, así como el de los judíos del Antiguo Testamento, consiste en la concepción formal y jurídica de la salvación. Los judíos enseñaban acerca de la justificación de la ley por medio de las obras, independientemente de la fe, y los protestantes modernos enseñan acerca de la justificación por la fe únicamente, independientemente de las buenas obras. El cristianismo por su parte enseña acerca del renacimiento espiritual del hombre. "Quien está en Cristo, es una nueva criatura" (2 Cor. 5:17). La salvación no es solamente mudarse al cielo para el hombre, sino precisamente el estado de gracia de su alma renovada, y según las palabras del Señor: "El reino de los Cielos se encuentra dentro del hombre" (Lc.17:21).
El renacimiento espiritual no se lleva acabo instantáneamente. Las palabras de Cristo cuando afirmó: "Tu fe te ha salvado" se refieren a aquella crucial decisión interna que llevó a cabo la gente cuando decidió apartarse del pecado para buscar el camino de la salvación. Sin esta decisión inicial de cambiar el modo de pensar es imposible ninguna corrección futura o progreso espiritual. Naturalmente, después que el ser humano eligió el camino correcto, debe seguir adelante por ese camino. Todas las Escrituras del Nuevo Testamento hablan acerca de cómo trabajar consigo mismo y asemejarse más a Cristo (Rom. 6:4, Gal. 5:6).
El Santo apóstol Santiago decididamente se levanta contra aquellos que separan la fe de las buenas obras, cuando dice: "...y si su hermano o hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de que aprovecha?... Pero alguno dirá: tu tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostrare mi fe por mis obras. Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen y tiemblan." Más adelante el Apóstol menciona ejemplos de hombres justos de la antigüedad que precisamente con buenas obras descubrían su fe; y llega a la siguiente conclusión, "¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras? Porque cómo el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta" (Stg. 2:15-26).
De la misma manera, también el apóstol Pablo no reconoce la fe sola sin sus frutos y dice: "Si tengo el don de profecía y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy" (1 Cor. 13:2). De esta manera, la concepción correcta de la fe disipa todas las dudas acerca de qué es más importante: "la fe" o "las obras": ambas son inseparables, como la luz y el calor.
Cómo fortalecer la fe
Así pues, ya hemos dicho, que la fe es un valioso don de Dios. La fe nos ofrece una correcta concepción del mundo, nos muestra el objetivo de la vida, nos reconforta en los momentos difíciles, alegra nuestro corazón, da fuerza a nuestra oración y nos abre la entrada a las infinitas misericordias de Dios.
Pero hay que hacer una triste observación: la vida en la abundancia y la prosperidad diluye y dispersa la fe. Se olvidan las bendiciones de Dios. La fe eficaz y activa se aleja, y el gran talento de Dios se oculta. Y a medida que en el ser humano se apaga la fe, le llega el más grande deterioro en su constitución interna: pierde la claridad de sus pensamientos y el objetivo de la vida, desaparece la fuerza espiritual, y un gran vacío y el abatimiento y la tristeza se apoderan fuertemente del corazón. El ser humano se vuelve irritable y está disconforme con todo. Así pues, el hecho es que el alma no puede vivir sin fe, como las plantas no pueden existir sin luz ni humedad. El ser humano con la fe apagada, aún cuando fuera muy inteligente, se rebaja al grado de un animal astuto, a veces incluso de rapiña.
Para escapar de semejante "naufragio en cuanto a la fe" (l Tim.1:19) es necesario preocuparse seriamente de la renovación de nuestra alma. ¿Cómo? Nosotros sabemos que nuestras capacidades exigen ejercicio: para que la inteligencia conserve su claridad hay que dedicarse al trabajo intelectual, para que los dedos no pierdan agilidad hay que ejercitarse en algún instrumento musical; para que el cuerpo conserve su elasticidad hay que hacer gimnasia. Si la gente gasta tantas fuerzas y medios para desarrollar sus capacidades físicas, entonces, ¿no debiéramos los cristianos trabajar duro para adquirir experiencia espiritual viva?
Para fortalecer la fe es necesario empezar a vivir espiritualmente. Para esto es necesario, en primer lugar, leer las Sagradas Escrituras regularmente, pensar en Dios, interesarse y leer literatura de contenido espiritual. Después es necesario tratar de sentir a Dios en una oración atenta y de corazón, así como en la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Y por último es necesario tratar de vivir no sólo para sí mismo, sino para el bien del prójimo y de su Iglesia. El que ama recibe el calor de la gracia del Espíritu Santo en el corazón. Desde luego, en la vida cristiana siempre va a haber lucha, pruebas y dificultades. A veces va a parecer que todo el mundo cierra filas contra el creyente. Pero es importante recordar que, con la ayuda de Dios, todas las pruebas van a ayudarnos en nuestro crecimiento espiritual.
Tomando en cuenta todo esto, vamos a recordar que la fe no es sólo fruto de nuestro esfuerzo, sino que es un don del Espíritu Santo. El apóstol Pablo atestiguo sobre esto cuando dijo: "El fruto del Espíritu Santo es amor, gozo, paz, paciencia, bondad, caridad, fe" (Ga. 5:22). Por eso vamos a pedir a Dios que nos de fe como un gran tesoro espiritual recordando la promesa: "Pedid y se os dará; buscad y hallareis; llamad y se os abrirá" (Mt. 7:7). La fe por su parte nos traerá paz en el alma, alegría y goce anticipado de aquella victoria final sobre el mal que consolaba a los apóstoles cuando escribieron: "Ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe" (l Jn. 5:4).
Seguramente, por el hecho de que la fe da fortaleza en los momentos difíciles y sirve de apoyo para su vida espiritual, es que el Señor la llamó piedra o roca cuando dijo: "En esta piedra (la fe) yo fundaré Mi Iglesia y las puertas del Infierno no la vencerán" (Mt. 16:18). En efecto, es imposible contar todas las persecuciones a los cristianos en los dos mil años de existencia de la Iglesia. En el transcurso de este tiempo muchos imperios y estados fuertes han caído y desaparecido de la faz de la tierra. Sin embargo, la Iglesia de Cristo, inquebrantablemente, permanece firme en la fe en el Salvador.
La fe es la llave de los tesoros de Dios
La fe lleva al ser humano a un encuentro vivo con Dios en la oración atenta y de corazón. Durante esta oración el ser humano se relaciona con la todopoderosa fuerza divina y entonces, según las palabras del Salvador, todo se hace posible para el creyente (Mt. 9:23). Por eso "Todo lo que pidieran en oración con fe, lo recibirán," y añadió: "Si tuvieran fe como un grano de mostaza y le digan a un monte: muévase de aquí para allá, y se moviera, y nada os será imposible" (Mat. 21:22 y 17:20). En otras palabras, incluso la más pequeña fe puede hacer milagros, con tal que sea íntegra y viva como una semilla. El gran hombre de oración San Juan de Kronstadt, basado en su experiencia personal, llamaba a la fe "llave de los tesoros de Dios."
Pero la fe religiosa no es la fe en las fuerzas de uno mismo. Están muy equivocados los representantes de las sectas que confunden la fe religiosa con simple autosugestión. Ellos enseñan que hay que convencerse a sí mismo acerca de lo que se quiera, por ejemplo su salud, la suerte, el bienestar, y que eso es suficiente para obtener todo bienestar. Una autosugestión así se parece a un juego de niños en el que los infantes imaginan que navegan por el mar estando sentados en el piso de su cuarto. Una fe así es un autoengaño y es contraria al cristianismo.
La fe actúa no por la fuerza de la imaginación ni por autohipnosis, sino por medio de la unión del ser humano con el manantial de toda vida y fuerza, de la unión con Dios. La fe es el recipiente del cual se extrae el agua, pero es necesario llegar a esta agua y sumergir el recipiente en ella. Es necesario usar prudentemente la poderosa fuerza de la fe. Cuando oremos debemos preocuparnos no tanto en persistir obstinadamente en nuestra petición, sino en que Dios nos ilumine para comprender qué pedir. Pues la oración no es sólo nuestra palabra dirigida a Dios, sino especialmente nuestra conversación con Dios. Y en una conversación hay que saber escuchar.
A la luz de los relatos del Evangelio, vemos que la gente que se distinguía por su gran fe, como por ejemplo los anteriormente mencionados: el soldado romano, la mujer cananea, los amigos del hombre postrado y otros, eran ajenos a cualquier exaltación o énfasis. Al contrario, ellos eran gente muy humilde (Mt. 8:10, 15:2, 9:2). La combinación de una fe fuerte con la humildad no es casualidad. El hombre que tiene una gran fe siente más que otro cualquiera la grandeza y el poder de Dios. Y cuanto más claramente siente esto, más va a reconocer su debilidad, su miseria. Por eso los grandes hombres de Dios, como por ejemplo los profetas Moisés y Elías, los apóstoles Pedro y Pablo y otros como ellos, siempre se distinguían por su gran humildad.
La fe funciona con amor
¿Qué relación existe entre la fe y las buenas obras?. Preguntan: ¿Será suficiente para salvarse solamente la fe o serán necesarias también las buenas obras? La pregunta propiamente formulada en este plano es incorrecta, porque parte de una concepción errada acerca de la fe. La fe verdadera se extiende no sólo a la inteligencia del ser humano, sino también a todas las fuerzas de su alma, incluyendo también a la voluntad. Los protestantes redujeron la idea acerca de la fe, limitándola a un recibimiento mental, intelectual, de la doctrina del Evangelio, y afirman: "¡Solamente crees y tú eres salvado!" El error de los protestantes, así como el de los judíos del Antiguo Testamento, consiste en la concepción formal y jurídica de la salvación. Los judíos enseñaban acerca de la justificación de la ley por medio de las obras, independientemente de la fe, y los protestantes modernos enseñan acerca de la justificación por la fe únicamente, independientemente de las buenas obras. El cristianismo por su parte enseña acerca del renacimiento espiritual del hombre. "Quien está en Cristo, es una nueva criatura" (2 Cor. 5:17). La salvación no es solamente mudarse al cielo para el hombre, sino precisamente el estado de gracia de su alma renovada, y según las palabras del Señor: "El reino de los Cielos se encuentra dentro del hombre" (Lc.17:21).
El renacimiento espiritual no se lleva acabo instantáneamente. Las palabras de Cristo cuando afirmó: "Tu fe te ha salvado" se refieren a aquella crucial decisión interna que llevó a cabo la gente cuando decidió apartarse del pecado para buscar el camino de la salvación. Sin esta decisión inicial de cambiar el modo de pensar es imposible ninguna corrección futura o progreso espiritual. Naturalmente, después que el ser humano eligió el camino correcto, debe seguir adelante por ese camino. Todas las Escrituras del Nuevo Testamento hablan acerca de cómo trabajar consigo mismo y asemejarse más a Cristo (Rom. 6:4, Gal. 5:6).
El Santo apóstol Santiago decididamente se levanta contra aquellos que separan la fe de las buenas obras, cuando dice: "...y si su hermano o hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de que aprovecha?... Pero alguno dirá: tu tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostrare mi fe por mis obras. Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen y tiemblan." Más adelante el Apóstol menciona ejemplos de hombres justos de la antigüedad que precisamente con buenas obras descubrían su fe; y llega a la siguiente conclusión, "¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras? Porque cómo el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta" (Stg. 2:15-26).
De la misma manera, también el apóstol Pablo no reconoce la fe sola sin sus frutos y dice: "Si tengo el don de profecía y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy" (1 Cor. 13:2). De esta manera, la concepción correcta de la fe disipa todas las dudas acerca de qué es más importante: "la fe" o "las obras": ambas son inseparables, como la luz y el calor.
Cómo fortalecer la fe
Así pues, ya hemos dicho, que la fe es un valioso don de Dios. La fe nos ofrece una correcta concepción del mundo, nos muestra el objetivo de la vida, nos reconforta en los momentos difíciles, alegra nuestro corazón, da fuerza a nuestra oración y nos abre la entrada a las infinitas misericordias de Dios.
Pero hay que hacer una triste observación: la vida en la abundancia y la prosperidad diluye y dispersa la fe. Se olvidan las bendiciones de Dios. La fe eficaz y activa se aleja, y el gran talento de Dios se oculta. Y a medida que en el ser humano se apaga la fe, le llega el más grande deterioro en su constitución interna: pierde la claridad de sus pensamientos y el objetivo de la vida, desaparece la fuerza espiritual, y un gran vacío y el abatimiento y la tristeza se apoderan fuertemente del corazón. El ser humano se vuelve irritable y está disconforme con todo. Así pues, el hecho es que el alma no puede vivir sin fe, como las plantas no pueden existir sin luz ni humedad. El ser humano con la fe apagada, aún cuando fuera muy inteligente, se rebaja al grado de un animal astuto, a veces incluso de rapiña.
Para escapar de semejante "naufragio en cuanto a la fe" (l Tim.1:19) es necesario preocuparse seriamente de la renovación de nuestra alma. ¿Cómo? Nosotros sabemos que nuestras capacidades exigen ejercicio: para que la inteligencia conserve su claridad hay que dedicarse al trabajo intelectual, para que los dedos no pierdan agilidad hay que ejercitarse en algún instrumento musical; para que el cuerpo conserve su elasticidad hay que hacer gimnasia. Si la gente gasta tantas fuerzas y medios para desarrollar sus capacidades físicas, entonces, ¿no debiéramos los cristianos trabajar duro para adquirir experiencia espiritual viva?
Para fortalecer la fe es necesario empezar a vivir espiritualmente. Para esto es necesario, en primer lugar, leer las Sagradas Escrituras regularmente, pensar en Dios, interesarse y leer literatura de contenido espiritual. Después es necesario tratar de sentir a Dios en una oración atenta y de corazón, así como en la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Y por último es necesario tratar de vivir no sólo para sí mismo, sino para el bien del prójimo y de su Iglesia. El que ama recibe el calor de la gracia del Espíritu Santo en el corazón. Desde luego, en la vida cristiana siempre va a haber lucha, pruebas y dificultades. A veces va a parecer que todo el mundo cierra filas contra el creyente. Pero es importante recordar que, con la ayuda de Dios, todas las pruebas van a ayudarnos en nuestro crecimiento espiritual.
Tomando en cuenta todo esto, vamos a recordar que la fe no es sólo fruto de nuestro esfuerzo, sino que es un don del Espíritu Santo. El apóstol Pablo atestiguo sobre esto cuando dijo: "El fruto del Espíritu Santo es amor, gozo, paz, paciencia, bondad, caridad, fe" (Ga. 5:22). Por eso vamos a pedir a Dios que nos de fe como un gran tesoro espiritual recordando la promesa: "Pedid y se os dará; buscad y hallareis; llamad y se os abrirá" (Mt. 7:7). La fe por su parte nos traerá paz en el alma, alegría y goce anticipado de aquella victoria final sobre el mal que consolaba a los apóstoles cuando escribieron: "Ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe" (l Jn. 5:4).