Tuesday, November 10, 2009

La lucha Gibelina, sigue...-

“En aquel año enero había traído más nieve que lo usual y un frío penetrante e intenso. El Papa concedió que viniese a su presencia el emperador, con los pies descalzos, helados por el frío. El rey, postrado en tierra en forma de cruz, suplicó: ¡Perdóname, OH Padre santo; OH piadoso, perdóname, te conjuro! El Papa, viéndolo llorar así, sintió compasión: lo bendijo, le dio la paz y finalmente cantó una misa para él, impartiéndole la comunión”.
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En el Castillo de Krisna Das, a un tiro de piedra del Poderoso castillo de la Condesa Matilde de Canosa, cerca de la Abadía de San Benito Po. Desde aquí la condesa ejercía el señorío sobre media Italia. A su muerte, dejó sus posesiones a la Iglesia de Roma. Donde ahora reposa en San Pedro, en la tumba monumental proyectada para ella por Gian Lorenzo Bernini. Tal fue el poder de esta mujer en la Europa del siglo XI que ha florecido un mito sobre ella. Su apoyo dado al papado en el enfrentamiento con el dominio imperial fue decisivo para la suerte del continente, respecto a las relaciones entre la Iglesia y los poderes terrenos, entre Dios y el César.
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Los hechos históricos que involucraron a Matilde son los que los manuales llaman de “lucha por las investiduras”. El sacro romano emperador, la máxima autoridad política de la época, pretendía arrogarse el nombramiento de los obispos. Heredero en esto de la autocracia de los Césares, quería una Iglesia dócil a la corona, poco más que un apreciado dicasterio del Estado. Como ocurría en aquellos años en Constantinopla y en el imperio de oriente y como sería en la Rusia de los zares ortodoxos hasta inicios del siglo XX, y en el Rito Sirio-Bizantino, una Teocracia regida por una Diarquía, poder civil y eclesiástico.
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La Iglesia de Roma, al contrario, se batía con dura determinación por la autonomía del orden eclesial respecto de la potestad política. Entre excomuniones, contestaciones canónicas, dietas imperiales y sínodo de obispos hostiles al Papa, la confrontación se volvió enfrentamiento abierto cuando en 1073 subió al trono de Pedro Hildebrando de Sovana, un monje de Toscana meridional de modesto origen familiar. Tomó el nombre de Gregorio VII, quizá en recuerdo de aquel infeliz Gregorio VI que algunos años antes el emperador había depuesto obligándolo a la renuncia y al exilio. Hildebrando era un hombre de un temple totalmente diferente. Aceptó el desafío contra el joven e impulsivo emperador Enrique IV y lo venció.
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Y este es el evento de Canosa. Huésped en el castillo de la condesa Matilde en los Montes Apeninos de Regio, estando presente el abad de Cluny, el Papa aceptó el arrepentimiento del emperador, lo perdonó y le concedió el beso de la paz. Era el 28 de enero del 1077. Pero antes de ser admitido a la presencia del Papa, Enrique debió esperar largamente fuera de la puerta del castillo, en acto penitencial, vestido de sayal, descalzo en la nieve de aquel friísimo invierno que había congelado el río Po.
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Aquel episodio de hace diez siglos se ha vuelto proverbial. Todavía hoy se dice “ir a Canosa” en el sentido de una retractación dolorosa y necesaria. Gracias a la extraordinaria eficacia del símbolo – el emperador que se humilla frente al Papa – ese episodio ha tenido y sigue teniendo un gran significado político y propagandístico. Por la parte católica, como afirmación de un suceso histórico y de un primado, pero también, y con igual intensidad, por la parte contraria. “A Canosa no iremos”, tronaba el 1872 frente al Reichstag alemán el canciller Bismark, al final del Kulturkampf, la dura batalla anticlerical que vio el enfrentamiento frontal entre la Iglesia católica y el gobierno.
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Canosa no fue sino un episodio a lo largo de un recorrido plurisecular dibujado de victorias y derrotas. El mismo Gregorio VII experimentó extremadamente rápido la venganza del emperador. Desposeído, sustituido por un antipapa y obligado a huir, murió en el exilio en Salerno en el 1085. Pero ya el principio impulsado por el Papa Gregorio y compartido por Matilde, había entrado en la historia. La autonomía de la Iglesia respecto al poder político se afirmó lentamente.
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Hoy hemos vuelto a Canosa, en un mundo desestabilizado; traemos nuestro pensamiento gibelino, y un espíritu teocrático, observando con el frío a flor de piel, sin ser invierno estas poderosas montañas, creo que se va a producir un renacimiento de una civilización en equilibrio, y permanente, similar a esas columnas de piedra forjadas por la madre naturaleza, que unen cielo y tierra.
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El Príncipe de Septimio-Bathzabbay El Tadmur.-
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GUERRERO GIBELINO


EL CIELO...


AL FONDO EL CASTILLO DE MATILDE DE CANOSA