Monday, June 29, 2009

Recordando Mongolia.-

Los Príncipes con la estatua del Gran Khan al fondo. La Casa de Tadmur, quiere agradecer a la Casa del Golden Age, al Gobierno, y al pueblo Mongol, la amabilidad y hospitalidad recibida.

Santuario de Genghis Khan, uno de los 5 de Mongolia. Ahí pacen tranquilamente los caballos, en una floresta sagrada; hace seis meses, una de las aldeas, cortó parte de los árboles sin pedir permiso, el 90 por ciento de los habitantes murió de enfermedad.


Estatua de Gneghis Khan, en la inmensidad de la estepa.

Los niños, en la celebración de la Santa Misa.

El Príncipe Mongol, entregó la ropa Típica de Príncipe Imperial, a la Casa de Tadmur, además regaló su Morin Khuur, para que esté presente en el Museo de la Casa de Tadmur, de Toledo, que albergará la Colección MONGOLIA MÁGICA, auspiciada por la Academia de las Artes y las Ciencias de Mongolia, y patrocinada por el Consulado de Mongolia en Italia.



El viaje a Mongolia, fue realmente algo trascendental y maravilloso, pasear por las interminables estepas, acompañado de guerreros mongoles, por cuya sangre corre el espíritu de los Hunos, sintiendo y palpando el poder de los espíritus.
Creo que Mongolia, es la gran desconocida, ¡¡¡ gracias a Dios !!!, así nuestro mundo, tan civilizado no podrá colonizar y conquistar este reducto de espiritualidad.
Lo que más llenó mi espíritu, fue el sonido del Morin Khuur, cuenta la leyenda
“Kuku Namjil era un pastor que fue obsequiado con un caballo alado. Gracias a él podía visitar todas las noches a su amada.
Pero para su desgracia, y la de su amante, una celosa mujer cortó las plumas largas de las alas del caballo, para que se cayeran desde lo alto e impedir así que fuera a cortejar a su pastorcilla. Entonces, cuando Kuku empezó a ascender a los cielos, el caballo no pudo controlar el vuelo y cayeron ambos en el desierto. El caballo murió.


Perdido en el desierto, el pastor ya no pudo visitar nunca más a su pastora ni regresar a su casa.
Apenado, decidió entonces hacerse un violín con los huesos y pelos de su caballo, con el que le dedicaba tristes cantos y se convirtió en un bardo errante.


La otra leyenda cuenta que un chico llamado Sükhe (o Suho) que estaba solo en el mundo, simplemente contaba con la amistad y compañía de su caballo.
Un día, para la desgracia del muchacho, un malvado caballero mató cruelmente a su caballo, dejándolo solo y sumido en una profunda tristeza.
Pero una noche, el espíritu del caballo se le apareció a Sükhe en sueños y le dijo que usara sus huesos para hacer un instrumento y así poder estar juntos de nuevo y para siempre.”
El sonido del instrumento candencioso y rítmico, como si uno ordeñara una yegua, tiene un sentimiento especial, …penetra el alma.
Cuando fui testigo, de la carrera de caballos, que se dedicó en mi honor, observando cómo niños de cuatro años, eran capaces de montar a pelo, los nerviosos caballos, comprendí, porque fue uno de los imperios más poderosos del mundo.
Hablando con uno de los chamanes, este me comentó, que si algún día surgiera un holocausto, solo los pueblos, como el mongol sobrevivirían; no les da miedo la soledad, no necesitan las tecnologías, tienen sus caballos, y aprenden de la naturaleza…


En julio, cuando explota el corto y espléndido verano mongol, Ulan Bator hierve de preparativos. Se acerca el Naadam, que significa “festival” y que se celebra con un particular boato del 11 al 13 de julio en la capital mongola. Naadam es la ocasión que aprovechan los mongoles para reunirse, para poner a prueba sus músculos en la lucha y esmerar el ojo al disparar sus flechas. Y, sobre todo, Naadam representa el tiempo de cabalgar, de exhibir los caballos, de comprarlos y venderlos, de hacer con ellos carreras hasta la extenuación de los corceles. Y luego lloran si algún caballo revienta, porque para un mongol un caballo es como si fuera un hermano. Todo arranca en Sükhbaatar, la que fue gran plaza roja de la capital en tiempos soviéticos. Es un espacio enorme donde todavía se alza la estatua ecuestre de Damdin Sükhbaatar, el primer comandante en jefe del Ejército popular y héroe de la Mongolia moderna.
Su tumba, copiada del Mausoleo de Lenin en Moscú, recibe grandes coronas de flores cuando empieza el Naadam. Los soldados, alineados en escuadrones a caballo, rinden homenaje a la historia reciente y pasada de los mongoles.
La sombra de Genghis Khan está siempre presente durante los actos. Luego tocan las trompetas, retumban los timbales y arranca una marcha hacia el estadio municipal, donde se inauguran todas las conmemoraciones del Naadam. En cabeza van los jinetes que portan los estandartes, en córceles de crines negras, de las nueve tribus fundacionales de Mongolia, las nueve tribus que unió Genghis Khan.
A partir de ese momento, Ulan Bator se consagra a revivir un pasado nómada, bélico y romántico. Por doquier se celebra comiendo y bebiendo. Resultan interesantes las competiciones de tiro al arco, el tiro de tabas y la lucha mongola, que se llama boj. Por la noche se pueden escuchar conciertos de música mongola. Las orquestas usan violines morin khuur con dos cuerdas de crines de caballo y un remate de cabeza equina.
A veces el sonido del morin khuur evoca el galope de los caballos en la estepa. Y los gemidos de la amada cuando el jinete se aleja. Pero no hay que perderse el khoomi, el cante jondo mongol, como un martinete cantado con la garganta.
Tampoco faltan sones tibetanos, de los que escalofrían al alba, en los monasterios budistas que vuelven a cobrar importancia en el país. Eso se puede ver también de forma profana en la reproducción de las espectaculares danzas tsam inspiradas en las vidas de los lamas. Personajes con máscaras y vestimentas de raso que animan a la gente a unirse a la vía de Buda por unos caminos que son ciertamente tortuosos.
Hay pues donde escoger en Naadam y, por supuesto, en Mongolia, un país en el que por extensión cabrían al menos tres Españas. Mongolia no sólo se ha abierto al forastero sino que también lo abraza. La cortesía del nómada se ha transmutado en hospitalidad, aunque sea pagando y habitando en unas ger, tiendas de fieltro que suelen ser el hotel, salvo en la capital. Pero el atractivo de Mongolia para el occidental no es su pequeño punto aventurero sino lo desconocida que es incluso para los propios mongoles. Hay sitios donde si acaso viven las marmotas, parajes donde las águilas se asustarían de ver a un humano perdido y lagos donde los peces, desconociendo todavía qué es un anzuelo, se lo suelen tragar por sistema.
Antes del año 1991, cuando se produjo la caída de la Unión Soviética, se hablaba de Mongolia Interior (la región bajo dominación China) y Mongolia Exterior, el país que fue satélite de la extinta URSS. Esta última es la Mongolia por la que ahora viajamos en libertad. No se trata de un territorio tan homogéneo como se pudiera creer. Hay por lo menos tres Mongolias distintas, y a cual más fascinante.
En primer lugar está la Mongolia de las estepas, allá donde Genghis Khan oía crecer la hierba. En segundo, la Mongolia del desierto, del Gobi, donde los mongoles son de tez casi negra y donde los camellos bactrianos de dos jorobas son las estrellas del lugar junto a los eventuales huevos de dinosaurios. Y, por fin, la Mongolia menos conocida, la de los lagos y pinares, la Mongolia de la taiga confinante con Siberia, donde los tranquilos renos pacen líquenes y la frescura del ambiente, a veces a dos mil metros de altitud, aconseja abrigarse y temer a los espíritus del bosque.
Pero el país se apareja a estepa. Esa es la Mongolia de los nómadas, de los que han variado poco su estilo de vida desde el siglo XIII, cuando llegaron a su apogeo con Genghis Khan y gracias a sus caballos, en los que hacían de todo, incluso dormir. De los dos millones y medio largos de mongoles, más de la mitad todavía ejercen de nómadas con sus rebaños, total o parcialmente. La mayoría son rebaños de caballos y de yeguas, veneradas por la leche que producen. Y de ahí viene el queso, a veces duro como una suela, o el requesón dulce como un beso en el interior de una tienda de fieltro. Desde luego no hay vida real en Mongolia sin tomar un cuenco de airag, leche de yegua fermentada. El airag refresca y entona, y además no hay otra cosa. Es el único estimulante que podían conseguir los mongoles faltándoles cereales, patatas… algo que destilar. El poco alcohol del airag sube la moral en los largos silencios, que son lo peor de los inviernos de la estepa.
Ahora bien, uno puede tener toda una experiencia mongola de primera mano y a pocos kilómetros de la capital, en cualquier dirección de la estepa que se decida tomar. A veces observas antílopes que escapan rápidamente de tu coche. En tantos sitios encuentras manadas de caballos de capas preciosas. Y oyes el canto suspendido de las alondras a veces junto a lagos cuajados de grullas y bordeados por cientos de marmotas. Luego éstas se hacen en botillo, cocinadas dentro de su propia piel con unas piedras incandescentes. Mongolia está llena de marmotas, sobre todo cuando no hibernan durante el periodo comprendido entre los meses de septiembre hasta marzo. Se cree que en el Parque Nacional Hustai viven unas 25.000 marmotas. Algunas partes del Hustai parecen un queso de gruyère por las madrigueras.
En Hustai se hace añicos la imagen de una Mongolia como un mar de hierba que se pierde a lo largo del horizonte. Hay montes, pinares, arroyos, un aire fresco y oloroso, y, por si fuera poco, no resulta difícil ver en libertad unos caballitos de piel color canela que golpean alegremente la tierra con sus cascos. Parecen hasta felices, y son pequeños sin llegar a los extremos de los ponys. Se los conoce como takhi, en mongol, o como caballos de Przewalsky, por el explorador ruso de tiempos de los zares que los descubrió y llevó hasta Europa. En 1968 el caballo autóctono ya se había extinguido en Mongolia. Menos mal que en varios zoológicos de Europa y América quedaban 54 ejemplares que procedían de los capturados en el año 1900. Gracias a eso se han podido reintroducir los caballos autóctonos de Mongolia, los verdaderos antepasados de un caballo salvaje, anterior a la domesticación por el hombre. Mongolia, por supuesto, no se acaba en cuatro pinceladas. Se podría ir rastreando el budismo tibetano en los renovados monasterios de la capital y en Eerdene Zuu, que significa “Cien Tesoros”, el primer lamasterio del país erigido en 1586 y repetidamente destruido y reconstruido. Se podrían visitar las probables capitales de Genghis Khan, las ruinas de Karakorum, y las menos evidentes huellas de Avarga, en la región de Khentii, donde en todo caso sí que fue coronado su nieto Ogedei.
Pero, como suele suceder, un viaje se hace a la medida de tus ilusiones mezcladas con tus posibilidades reales. Por eso, y sin negar desde luego la belleza de las dunas de Khongoryn Els o del Cañón del Parque Nacional Gobi, uno preferiría tales o cuales detalles. Buscar balbal, piedras antropomorfas, o dar tres vueltas en los ovóo, que son como los antiguos milladoiros gallegos, auténticos lugares santos en las encrucijadas y caminos. La gente pone allí ofrendas, algo de dinero o de vodka.
Si no, uno se va a buscar huevos de dinosaurio, aunque los primeros de la historia fueron encontrados en el desierto del Gobi, en al año 1923, por Roy Chapman Andrews, de la expedición del Museo de Historia Natural de Nueva York.
Al final del camino está Khökh Nuur, el Lago Azul, un lugar de bosques donde reinan los lobos y las águilas, y con un monolito que recuerda la coronación de Genghis Khan. Un día que cambio la historia, y no sólo en Mongolia.