El Gran Maestre, dio un paseo por el Barrio Gótico, profundizando en las Gárgolas y el simbolismo esotérico y sus tradiciones, así como la influencia de las Órdenes iniciáticas en este maravilloso barrio.-
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Los primeros rastros de población en el área de la ciudad se remontan a finales del neolítico (2000 a 1500 a. C.). Sin embargo, los primeros pobladores destacados no aparecen hasta los siglos VII – VI a.C., los layetanos, un pueblo íbero. Durante la Segunda Guerra Púnica, los cartagineses tomaron la ciudad, refundada por Amílcar Barca, padre de Aníbal, en efecto, el nombre de Barcelona según las tradiciones deriva del apellido cartaginés Barca. Tras la derrota de aquel pueblo por la creciente dominación de los romanos, éstos tomaron la ciudad y la bautizaron como Colonia Julia Augusta Paterna Faventia Barcino en el año 218 a.C. En el mapamundi de Claudio Ptolomeo aparece con el nombre Barcino. Barcino tomó forma de castrum o fortificación militar en sus primeros tiempos aunque el comercio fue reorientando la importancia de la ciudad; en el siglo II fue amurallada por orden del emperador romano Claudio y ya en el siglo III contaba con una población de entre 4.000 y 8.000 habitantes.
Los visigodos, tras su llegada en el siglo V, la convirtieron durante pocos años en capital de los territorios hispanos. En el siglo VIII fue conquistada por Al-Hurr, pero retomada a territorio cristiano por Ludovico Pío del Imperio Carolingio en 801, incorporándola a la Marca Hispánica. Los ataques musulmanes no cesaron, y en 985 las tropas de Almanzor destruyeron prácticamente toda la ciudad. Borrell II inició la reconstrucción dando paso al floreciente periodo condal. Durante este período la ciudad destacó entre las tierras catalanas y el conjunto del dominio de la Corona de Aragón, y fue de donde partieron numerosas tropas y recursos hacia la empresa de tomar nuevas posesiones. La ciudad floreció y llegaría a ser una de las principales potencias mediterráneas en los siglos XIII y XIV, la ciudad era el principal centro de una monarquía, y llegaba a destacar en el plano comercial, aunque por debajo de Génova y Venecia, que dominaban el comercio Mediterráneo y entre Europa y Asia.
Plano francés de 1698 de la ciudad de Barcelona con indicaciones para un plan de asedioLa decadencia se inició a partir del siglo XV con altibajos, y se prolongaría a lo largo de los siglos siguientes. Las tensiones derivadas de la unión dinástica con Castilla, iniciada con el matrimonio entre Fernando II de Aragón e Isabel de Castilla, alcanzó su momento álgido con la Guerra de los Segadores, entre 1640 y 1651, y más tarde, con la Guerra de Sucesión (de 1706 a 1714), que significó la desaparición de las instituciones propias de Cataluña, aunque también significó el resurgir económico de la ciudad gracias a la integración con el resto del país recién formado (España), y al comercio con América.
Distribución de las manzanas en el Ensanche de Barcelona.La recuperación económica iniciada a finales del siglo XVIII y la industrialización en el siglo XIX propiciaron que Barcelona volviera a convertirse en un importante centro político, económico y cultural, al frente de la llamada Renaixença (Renacimiento), cabe destacar en el proceso de industrialización el monopolío de comercio textil entre España y Cuba que fue fijado en Barcelona, en un momento de crisis en la industria textil de algodón, y que asentó la industrialización en Cataluña, y el diferencial de crecimiento, mientras que otras partes del país la industria languidecía ante la crisis. Otra consecuencia de este monoplio textil en el siglo XIX entre Barcelona y Cuba, fue la queja de los cubanos acerca de la "teoría del embudo", ancha para España y estrecha para Cuba, y que fue la raíz del malestar cubano y que generó revueltas y el movimiento de independencia en busca de la igualdad económica con el apoyo de EEUU. La ciudad pudo derribar sus murallas y se anexionó en 1897 seis municipios limítrofes, lo que le permitió crecer y planificar su desarrollo urbano e industrial liderado por el plan del Ensanche de Ildefonso Cerdá. Fue también sede de dos Exposiciones Universales en 1888 y 1929.
Los primeros rastros de población en el área de la ciudad se remontan a finales del neolítico (2000 a 1500 a. C.). Sin embargo, los primeros pobladores destacados no aparecen hasta los siglos VII – VI a.C., los layetanos, un pueblo íbero. Durante la Segunda Guerra Púnica, los cartagineses tomaron la ciudad, refundada por Amílcar Barca, padre de Aníbal, en efecto, el nombre de Barcelona según las tradiciones deriva del apellido cartaginés Barca. Tras la derrota de aquel pueblo por la creciente dominación de los romanos, éstos tomaron la ciudad y la bautizaron como Colonia Julia Augusta Paterna Faventia Barcino en el año 218 a.C. En el mapamundi de Claudio Ptolomeo aparece con el nombre Barcino. Barcino tomó forma de castrum o fortificación militar en sus primeros tiempos aunque el comercio fue reorientando la importancia de la ciudad; en el siglo II fue amurallada por orden del emperador romano Claudio y ya en el siglo III contaba con una población de entre 4.000 y 8.000 habitantes.
Los visigodos, tras su llegada en el siglo V, la convirtieron durante pocos años en capital de los territorios hispanos. En el siglo VIII fue conquistada por Al-Hurr, pero retomada a territorio cristiano por Ludovico Pío del Imperio Carolingio en 801, incorporándola a la Marca Hispánica. Los ataques musulmanes no cesaron, y en 985 las tropas de Almanzor destruyeron prácticamente toda la ciudad. Borrell II inició la reconstrucción dando paso al floreciente periodo condal. Durante este período la ciudad destacó entre las tierras catalanas y el conjunto del dominio de la Corona de Aragón, y fue de donde partieron numerosas tropas y recursos hacia la empresa de tomar nuevas posesiones. La ciudad floreció y llegaría a ser una de las principales potencias mediterráneas en los siglos XIII y XIV, la ciudad era el principal centro de una monarquía, y llegaba a destacar en el plano comercial, aunque por debajo de Génova y Venecia, que dominaban el comercio Mediterráneo y entre Europa y Asia.
Plano francés de 1698 de la ciudad de Barcelona con indicaciones para un plan de asedioLa decadencia se inició a partir del siglo XV con altibajos, y se prolongaría a lo largo de los siglos siguientes. Las tensiones derivadas de la unión dinástica con Castilla, iniciada con el matrimonio entre Fernando II de Aragón e Isabel de Castilla, alcanzó su momento álgido con la Guerra de los Segadores, entre 1640 y 1651, y más tarde, con la Guerra de Sucesión (de 1706 a 1714), que significó la desaparición de las instituciones propias de Cataluña, aunque también significó el resurgir económico de la ciudad gracias a la integración con el resto del país recién formado (España), y al comercio con América.
Distribución de las manzanas en el Ensanche de Barcelona.La recuperación económica iniciada a finales del siglo XVIII y la industrialización en el siglo XIX propiciaron que Barcelona volviera a convertirse en un importante centro político, económico y cultural, al frente de la llamada Renaixença (Renacimiento), cabe destacar en el proceso de industrialización el monopolío de comercio textil entre España y Cuba que fue fijado en Barcelona, en un momento de crisis en la industria textil de algodón, y que asentó la industrialización en Cataluña, y el diferencial de crecimiento, mientras que otras partes del país la industria languidecía ante la crisis. Otra consecuencia de este monoplio textil en el siglo XIX entre Barcelona y Cuba, fue la queja de los cubanos acerca de la "teoría del embudo", ancha para España y estrecha para Cuba, y que fue la raíz del malestar cubano y que generó revueltas y el movimiento de independencia en busca de la igualdad económica con el apoyo de EEUU. La ciudad pudo derribar sus murallas y se anexionó en 1897 seis municipios limítrofes, lo que le permitió crecer y planificar su desarrollo urbano e industrial liderado por el plan del Ensanche de Ildefonso Cerdá. Fue también sede de dos Exposiciones Universales en 1888 y 1929.
En los inicios del siglo XX destacaron tanto el crecimiento económico (especialmente derivado de la Primera Guerra Mundial) como la proliferación de nuevas ideologías acogidas por amplios tramos de población, especialmente la obrera. El impulso gubernamental promovió el Metro y el Puerto. Sin embargo, la crisis del 29 que golpeó duramente a España y posteriormente el inicio de la Guerra Civil Española paralizó todo crecimiento durante una década. Pese a defender la República, la ciudad fue foco de rebeliones internas y peleas entre partidos que ni la ciudad ni el gobierno de la República pudieron controlar. La ciudad fue bombardeada en varias ocasiones y el avance de las tropas franquistas alcanzó la ciudad a finales de enero de 1939. La Dictadura delegó el poder de la ciudad, promoviendo un desarrollismo descontrolado para dar frente a una creciente industrialización y a la inmigración peninsular (especialmente del sur), con la aparición de nuevos barrios obreros. Tras la muerte de Francisco Franco y la llegada de la democracia, la ciudad retomó nuevos proyectos culturales y urbanísticos, y junto con el apoyo económico y organizativo de toda España afrontó los desafíos de la organización de los Juegos Olímpicos de 1992 entre otros eventos.
Refiere la tradición oral francesa la existencia de un dragón llamado La Gargouille, descrito como un ser con cuello largo y reptilíneo, hocico delgado con potentes mandíbulas, cejas fuertes y alas membranosas, que vivía en una cueva próxima al río Sena.
La Gargouille se caracterizaba por sus malos modales: tragaba barcos, destruía todo aquello que se interponía en la trayectoria de su fiero aliento, y escupía demasiada agua, tanta que ocasionaba todo tipo de inundaciones.
Los habitantes del cercano Rouen intentaban aplacar sus accesos de mal humor con una ofrenda humana anual consistente en un criminal que pagaba así sus culpas, si bien el dragón prefería doncellas.
En el año 600 el sacerdote cristiano Romanus llegó a Rouen dispuesto a pactar con el dragón si los ciudadanos de esta localidad aceptaban ser bautizados y construían una iglesia dedicada al culto católico.
Equipado con el convicto anual y los atributos necesarios para un exorcismo –campana, libro, vela y cruz–, Romanus dominó al dragón con la sola señal de la cruz, transformándolo en una bestia dócil que consintió ser trasladada a la ciudad, atado con una simple cuerda.
La Gargouille fue quemado en la hoguera, excepción hecha de su boca y cuello que, acostumbrados al tórrido aliento de la fiera, se resistían a arder, en vista de lo cual, se decidió montarlos sobre el ayuntamiento, como recordatorio de los malos momentos que había hecho pasar a los habitantes del lugar.
Esta curiosa leyenda, más encantadora que real, viene a explicar el origen de la palabra gárgola como sinónimo de escupir agua con facilidad, intención primigenia de las esculturas ubicadas en las cornisas de iglesias y catedrales medievales.
El concepto de una proyección decorativa a través de la cual el agua se expulsase del edificio era conocido desde la antigüedad, siendo utilizado por egipcios, griegos, etruscos y romanos.
Mientras que los griegos tenían especial querencia por las cabezas de león, fueron los romanos los que utilizaron estos canalones decorativos con abundancia, tal y como lo demuestran los ejemplares de la ciudad de Pompeya, conservados intactos hasta la actualidad merced a la capa de lava que los cubrió durante la erupción del Vesubio, en el primer siglo de Nuestra Era.
Durante la Edad Media, las gárgolas se utilizaron como desagües y sumideros a través de los cuales se expulsaba el agua de la lluvia, evitando que cayera por las paredes y erosionase la piedra. Es esta la utilidad a la que se refieren todos los idiomas europeos, cuando idearon palabras para designar estos apéndices arquitectónicos: el italiano gronda sporgente, frase muy precisa, arquitectónicamente hablando, que significa “canalón saliente”; el alemán wasserspeider, que describe lo que una gárgola puede hacer, esto es, escupir agua; el español gárgola y el francés gargouille, que derivan del latín gargula, garganta; o el inglés gargoyle, derivado de los dos anteriores.
Las primeras gárgolas aparecen a comienzos del siglo XII. Es en la época del gótico, concretamente durante el siglo XIII, cuando se transforman en el sistema predilecto de drenaje, si bien no todas ellas tenían esta utilidad.
Parece que los primeros ejemplos góticos de gárgolas son las que se pueden observar en la Catedral de Lyon, seguidas de las que pueblan Notre-Dame de París.
Es raro encontrar una gárgola sola. Generalmente suelen estar agrupadas en hileras, sobre los altos de iglesias y catedrales, a modo de una sociedad de gente de piedra.
Las gárgolas del primer gótico apenas si estaban elaboradas, pero según fueron proliferando, el diseño se fue haciendo cada vez más elaborado, transformándose en auténticas obras de arte. El rasgo distintivo de sus expresiones es que nunca eran bellas sino intencionadamente horribles, grotescas o irónicas.
En general, el gótico se caracteriza por ser más realista que el románico, con la excepción de las gárgolas, que parecen perpetuar la fascinación, típicamente románica, por las criaturas grotescas y monstruosas.
Desde finales del siglo XIII las gárgolas se hicieron más complicadas, abandonándose la representación de animales, que fueron reemplazados por figuras humanas. Aumentaron su tamaño y se transformaron en figuras más exageradas y caricaturizadas.
Las connotaciones demoníacas se abandonaron en el siglo XV, cuando se extremaron las poses y expresiones faciales, perdiendo sus significados religiosos y haciéndose más cómicas.
Las gárgolas eran algo más que una decoración funcional, si bien su significado profundo permanece aún sin determinar. Entre las numerosas que pueblan los edificios medievales no se han podido encontrar dos iguales, demostración de la extraordinaria imaginación de sus constructores.
La documentación contemporánea a su elaboración ofrece muy poca ayuda en la resolución del enigma sobre su significado derivado, en gran medida, de la costumbre medieval por crear ambigüedad, lo que provoca y permite múltiples sentidos.
La gran variedad, tanto en formas como en significados, va en contra del uso típicamente medieval, esto es, educativo; si se quería enseñar es evidente que debía entenderse el mensaje transmitido a través de las gárgolas. Es por ello que encontramos gárgolas no sólo en iglesias y catedrales, sino también en edificios seculares y casas privadas.
La Gargouille se caracterizaba por sus malos modales: tragaba barcos, destruía todo aquello que se interponía en la trayectoria de su fiero aliento, y escupía demasiada agua, tanta que ocasionaba todo tipo de inundaciones.
Los habitantes del cercano Rouen intentaban aplacar sus accesos de mal humor con una ofrenda humana anual consistente en un criminal que pagaba así sus culpas, si bien el dragón prefería doncellas.
En el año 600 el sacerdote cristiano Romanus llegó a Rouen dispuesto a pactar con el dragón si los ciudadanos de esta localidad aceptaban ser bautizados y construían una iglesia dedicada al culto católico.
Equipado con el convicto anual y los atributos necesarios para un exorcismo –campana, libro, vela y cruz–, Romanus dominó al dragón con la sola señal de la cruz, transformándolo en una bestia dócil que consintió ser trasladada a la ciudad, atado con una simple cuerda.
La Gargouille fue quemado en la hoguera, excepción hecha de su boca y cuello que, acostumbrados al tórrido aliento de la fiera, se resistían a arder, en vista de lo cual, se decidió montarlos sobre el ayuntamiento, como recordatorio de los malos momentos que había hecho pasar a los habitantes del lugar.
Esta curiosa leyenda, más encantadora que real, viene a explicar el origen de la palabra gárgola como sinónimo de escupir agua con facilidad, intención primigenia de las esculturas ubicadas en las cornisas de iglesias y catedrales medievales.
El concepto de una proyección decorativa a través de la cual el agua se expulsase del edificio era conocido desde la antigüedad, siendo utilizado por egipcios, griegos, etruscos y romanos.
Mientras que los griegos tenían especial querencia por las cabezas de león, fueron los romanos los que utilizaron estos canalones decorativos con abundancia, tal y como lo demuestran los ejemplares de la ciudad de Pompeya, conservados intactos hasta la actualidad merced a la capa de lava que los cubrió durante la erupción del Vesubio, en el primer siglo de Nuestra Era.
Durante la Edad Media, las gárgolas se utilizaron como desagües y sumideros a través de los cuales se expulsaba el agua de la lluvia, evitando que cayera por las paredes y erosionase la piedra. Es esta la utilidad a la que se refieren todos los idiomas europeos, cuando idearon palabras para designar estos apéndices arquitectónicos: el italiano gronda sporgente, frase muy precisa, arquitectónicamente hablando, que significa “canalón saliente”; el alemán wasserspeider, que describe lo que una gárgola puede hacer, esto es, escupir agua; el español gárgola y el francés gargouille, que derivan del latín gargula, garganta; o el inglés gargoyle, derivado de los dos anteriores.
Las primeras gárgolas aparecen a comienzos del siglo XII. Es en la época del gótico, concretamente durante el siglo XIII, cuando se transforman en el sistema predilecto de drenaje, si bien no todas ellas tenían esta utilidad.
Parece que los primeros ejemplos góticos de gárgolas son las que se pueden observar en la Catedral de Lyon, seguidas de las que pueblan Notre-Dame de París.
Es raro encontrar una gárgola sola. Generalmente suelen estar agrupadas en hileras, sobre los altos de iglesias y catedrales, a modo de una sociedad de gente de piedra.
Las gárgolas del primer gótico apenas si estaban elaboradas, pero según fueron proliferando, el diseño se fue haciendo cada vez más elaborado, transformándose en auténticas obras de arte. El rasgo distintivo de sus expresiones es que nunca eran bellas sino intencionadamente horribles, grotescas o irónicas.
En general, el gótico se caracteriza por ser más realista que el románico, con la excepción de las gárgolas, que parecen perpetuar la fascinación, típicamente románica, por las criaturas grotescas y monstruosas.
Desde finales del siglo XIII las gárgolas se hicieron más complicadas, abandonándose la representación de animales, que fueron reemplazados por figuras humanas. Aumentaron su tamaño y se transformaron en figuras más exageradas y caricaturizadas.
Las connotaciones demoníacas se abandonaron en el siglo XV, cuando se extremaron las poses y expresiones faciales, perdiendo sus significados religiosos y haciéndose más cómicas.
Las gárgolas eran algo más que una decoración funcional, si bien su significado profundo permanece aún sin determinar. Entre las numerosas que pueblan los edificios medievales no se han podido encontrar dos iguales, demostración de la extraordinaria imaginación de sus constructores.
La documentación contemporánea a su elaboración ofrece muy poca ayuda en la resolución del enigma sobre su significado derivado, en gran medida, de la costumbre medieval por crear ambigüedad, lo que provoca y permite múltiples sentidos.
La gran variedad, tanto en formas como en significados, va en contra del uso típicamente medieval, esto es, educativo; si se quería enseñar es evidente que debía entenderse el mensaje transmitido a través de las gárgolas. Es por ello que encontramos gárgolas no sólo en iglesias y catedrales, sino también en edificios seculares y casas privadas.
Son muchas las explicaciones que se han intentado buscar, a lo largo de los siglos, para explicar el significado oculto de las gárgolas. Se han visto como símbolos de lo impredecible de la vida, pues nunca representan especies animales conocidas.
En otros casos, se ha dicho que son las almas condenadas por sus pecados, a las que se impide la entrada en la casa de Dios. Esta podría ser una interpretación apropiada, especialmente, para las gárgolas más visibles y terroríficas, que pueden servir como ejemplo moralista de lo que puede ocurrirle a los pecadores.
De todas las explicaciones posibles, la más aceptada es aquella que nos habla de ellas como guardianes de la Iglesia, signos mágicos que mantienen alejado al diablo. Esta interpretación puede explicar el porqué de tan diabólicos y espantosos aspectos y su ubicación fuera del recinto sagrado.
Esta línea argumental es la seguida por Richard de Fournival, Obispo de Amiens en el siglo XIII, y autor de Roman d’Ablandane, donde cuenta cómo el maestro cantero Flocars hizo dos gárgolas de cobre, que situó en la puerta de entrada a la ciudad de Amiens, con la intención de que evaluaran las pretensiones de todo aquel que quisiera entrar en ella.
Si el individuo era malévolo, las gárgolas escupían un veneno sobre él que lo mataba; por el contrario, si era una buena persona, los guardianes se encargaban de escupir oro y plata.
Entre las posibles interpretaciones que se han atribuido a las gárgolas destacan aquellas que las asimilan a representaciones del demonio, tan presente en el imaginario colectivo medieval, que recuerda al cristiano la necesidad de seguir los preceptos religiosos si quiere escapar del infierno.
Así, muchas de las llamadas gárgolas grotescas parecen representar a dragones, diablos y demonios, símbolos del mal para el cristiano de la Edad Media.
El dragón fue el animal fantástico más reproducido por el arte medieval. La palabra dragón deriva del sánscrito dric, que significa “mirar”, en referencia a la capacidad de este animal para destruir con sus ojos.
Mientras que otros, como el león, podían alternar su carácter maléfico y benéfico, según la representación que se considerase, el dragón siempre ha significado, dentro del arte occidental, maldad y destrucción. De esta forma, muchas veces se ha representado al diablo como un dragón.
Aunque el arte medieval no predeterminó una representación fija del dragón, sí puede observarse en todos ellos la existencia de alas semejantes a las de un murciélago, animal asociado a la oscuridad y el caos. Alas que, probablemente, indican el origen angélico del demonio.
Como es de sobra conocido, antes que Lucifer se revelase y fuera expulsado del paraíso, era el más bello de todos los ángeles. Pero cuando cayó, toda su belleza se transformó en fealdad, cambiando su nombre por el de Satán, que significa “adversario u oponente”.
Si uno es el diablo, Satán, muchos son los demonios, espíritus maléficos servidores del ángel caído. Su representación en la iconografía medieval recoge todo lo que de repugnante y desagradable tenía la naturaleza: si Dios era el Creador de todas las cosas bellas, su oponente, Satán, sólo podía representar lo feo, sórdido y despreciable.
Ciertas gárgolas muestran estas características, sólo atribuibles al demonio y sus servidores. Si bien la apariencia externa es humana, hay numerosos signos demoníacos: los cuernos, las orejas animales puntiagudas, los colmillos, las barbas, las alas membranosas, la cola, los pies en forma de patas hendidas y desgarradoras, los cuerpos desprovistos de vello y el semblante amenazador…
En otros casos, se ha dicho que son las almas condenadas por sus pecados, a las que se impide la entrada en la casa de Dios. Esta podría ser una interpretación apropiada, especialmente, para las gárgolas más visibles y terroríficas, que pueden servir como ejemplo moralista de lo que puede ocurrirle a los pecadores.
De todas las explicaciones posibles, la más aceptada es aquella que nos habla de ellas como guardianes de la Iglesia, signos mágicos que mantienen alejado al diablo. Esta interpretación puede explicar el porqué de tan diabólicos y espantosos aspectos y su ubicación fuera del recinto sagrado.
Esta línea argumental es la seguida por Richard de Fournival, Obispo de Amiens en el siglo XIII, y autor de Roman d’Ablandane, donde cuenta cómo el maestro cantero Flocars hizo dos gárgolas de cobre, que situó en la puerta de entrada a la ciudad de Amiens, con la intención de que evaluaran las pretensiones de todo aquel que quisiera entrar en ella.
Si el individuo era malévolo, las gárgolas escupían un veneno sobre él que lo mataba; por el contrario, si era una buena persona, los guardianes se encargaban de escupir oro y plata.
Entre las posibles interpretaciones que se han atribuido a las gárgolas destacan aquellas que las asimilan a representaciones del demonio, tan presente en el imaginario colectivo medieval, que recuerda al cristiano la necesidad de seguir los preceptos religiosos si quiere escapar del infierno.
Así, muchas de las llamadas gárgolas grotescas parecen representar a dragones, diablos y demonios, símbolos del mal para el cristiano de la Edad Media.
El dragón fue el animal fantástico más reproducido por el arte medieval. La palabra dragón deriva del sánscrito dric, que significa “mirar”, en referencia a la capacidad de este animal para destruir con sus ojos.
Mientras que otros, como el león, podían alternar su carácter maléfico y benéfico, según la representación que se considerase, el dragón siempre ha significado, dentro del arte occidental, maldad y destrucción. De esta forma, muchas veces se ha representado al diablo como un dragón.
Aunque el arte medieval no predeterminó una representación fija del dragón, sí puede observarse en todos ellos la existencia de alas semejantes a las de un murciélago, animal asociado a la oscuridad y el caos. Alas que, probablemente, indican el origen angélico del demonio.
Como es de sobra conocido, antes que Lucifer se revelase y fuera expulsado del paraíso, era el más bello de todos los ángeles. Pero cuando cayó, toda su belleza se transformó en fealdad, cambiando su nombre por el de Satán, que significa “adversario u oponente”.
Si uno es el diablo, Satán, muchos son los demonios, espíritus maléficos servidores del ángel caído. Su representación en la iconografía medieval recoge todo lo que de repugnante y desagradable tenía la naturaleza: si Dios era el Creador de todas las cosas bellas, su oponente, Satán, sólo podía representar lo feo, sórdido y despreciable.
Ciertas gárgolas muestran estas características, sólo atribuibles al demonio y sus servidores. Si bien la apariencia externa es humana, hay numerosos signos demoníacos: los cuernos, las orejas animales puntiagudas, los colmillos, las barbas, las alas membranosas, la cola, los pies en forma de patas hendidas y desgarradoras, los cuerpos desprovistos de vello y el semblante amenazador…
Una gárgola con alguna de estas características, sino todas, era inmediatamente asociada al mal, por parte de sus espectadores medievales.
La fisionomía polimórfica de estas gárgolas diabólicas era la expresión perfecta de la habilidad del demonio para transformarse, para presentarse ante el cristiano desprevenido bajo diversos disfraces.
La fisionomía polimórfica de estas gárgolas diabólicas era la expresión perfecta de la habilidad del demonio para transformarse, para presentarse ante el cristiano desprevenido bajo diversos disfraces.
El Príncipe de Septimio-Bathzabbay El Tadmur.-