REYES QUE CURAN
por Julius Evola
Un fenómeno que en la historia occidental medieval y hasta en el mismo comienzo de la era moderna ha impactado en muchos estudiosos por su carácter de singularidad, pero que tiene también un significado particular, es el de los reyes taumaturgos.
Existen testimonios precisos de que los reyes de Francia y de Inglaterra tuvieron el poder de curar a través de la imposición de sus manos o bien permitiendo al enfermo que los tocara. En Francia tal poder se manifestó primeramente en Roberto el Piadoso, y sus sucesores, comprendido san Luis, lo heredaron. Al transmitirse, el mismo se especificó de virtud de curar o aliviar a todas las enfermedades indistintamente al de curar la escrofulosis, una enfermedad en ese entonces sumamente difundida.
En Inglaterra tal poder taumatúrgico se afirmó en ciertos casos en contra de la misma peste. La fórmula era: "Le Roi te touche, Dieu te guérit", es decir, si el Rey te toca, Dios te cura. Y si en las antiguas crónicas se conservan rastros de tal creencia, de que ya los reyes merovingios poseían una fuerza milagrosa que impregnaba casi materialmente sus mismas vestimentas, la Inglaterra medieval conoció los denominados cramps-rings, anillos consagrados por los reyes, a los cuales se les atribuía un poder de curar la epilepsia y ciertas enfermedades musculares incluso más allá de la frontera del propio país.
En cuál medida el poder curativo estuviese asociado a la idea de la verdadera dignidad regia, lo dice el hecho de que Venecia, durante la guerra de los Cien Años, invitó a Felipe de Valois a decidir el conflicto dinástico entre Francia e Inglaterra demostrando la propia legitimidad justamente por el hecho de poder curar enfermos, "tal como suelen hacerlo los verdaderos reyes".
Pierre de Blois pudo escribir: "Lo confieso: asistir al Rey es para el sacerdote cumplir con algo santo. Él es el Cristo del Señor y no es en vano que él ha recibido el sacramento de la unción, cuya eficacia, si es que alguno lo ignorara o lo pusiese en duda, se encuentra ampliamente demostrada por la curación de esta especial peste y de la escrofulosis". El fenómeno taumatúrgico fue así constante en modo tal que alguien lo pudo llamar "el único milagro perpetuo, hereditario, de la religión cristiana".
Del lado gibelino, en contra de la tesis gregoriana, se insistió en afirmar que los soberanos recababan este poder no de su eventual santidad, sino de su simple condición de reyes. Hasta los siglos XIV y XV el milagro regio fue ampliamente utilizado por los defensores del carácter sagrado de la realeza.
En efecto, tal como lo resalta M. Bloch, al cual se le debe un estudio profundizado y bien documentado sobre el tema, "el milagro regio se presenta sobre todo como la expresión de una cierta concepción del supremo poder político". Esta concepción relativa al carácter sagrado de la realeza corresponde, tal como es sabido, a una tradición universal: el mismo testimonio concreto, bajo la forma de un poder sanador de tal carácter se encuentra también afuera del mundo cristiano y en épocas anteriores al mismo cristianismo.
En el cristianismo el carácter sagrado de los reyes se vinculó con el rito de la unción, que ya en el judaísmo había valido como aquel en virtud del cual un ser era investido de sacralidad, como profeta o vidente. Por lo demás, en la Edad Media aquel rito tuvo el carácter de un verdadero sacramento, diferente tan sólo por algunos detalles al rito de ordenación de los obispos. Fue tan sólo en el siglo XIII que, al haberse definido la doctrina de los sacramentos, la unción regia fue excluida, por lo cual la consagración asumió un carácter formal y externo, casi como una simple ceremonia: no fue más una acción que, otorgando al rey una fuerza real proveniente de lo Alto, le confería una dignidad paralela a la del sacerdote o del obispo regularmente ordenados, tal como anteriormente había sido sin más reconocido. Antes, en la exégesis de figuras como Golein, a la unción regia le era atribuido un poder de regeneración espiritual igual al del bautismo. De acuerdo a un texto de la Iglesia oriental, la misma habría incluso borrado la mancha del homicidio, estableciendo, como en el sacerdote, un character indelebilis, una cualidad que no se puede borrar. Y en la lucha en contra de la Iglesia , entre los emperadores suabos se asomó la doctrina de la "sangre real" como una sangre sagrada en sí misma, independientemente de la persona y del derecho formal.
Es de tal orden de ideas que deriva la concepción de los reyes que curan. La misma subraya justamente el carácter de sacralidad de los reyes, carácter comprendido no como una simple palabra o como un oropel retórico de cortesano, sino como algo real, real incluso físicamente. Aun en 1575 D'Albon escribía: "Aquello que ha hecho de los reyes objeto de tanta veneración han sido principalmente las virtudes y potencias divinas descendidas sobre ellos solamente y no sobre los demás hombres".
Éstos son horizontes que hoy en día a la gran mayoría de las personas les resultarán extravagantes e incluso supersticiosos. Aquella virtud taumatúrgica será cuanto más puesta en la cuenta de la sugestión. Pero esto no es sino rehuir el problema, porque el hecho mismo de una sugestión que en ciertos casos, a diferencia de los otros, se demuestra eficaz, se lo tendría que explicar: es la misma cuestión que se presenta respecto de las curaciones que acontecen en Lourdes y en otros lados. De cualquier forma, tal como justamente afirma Bloch, aquí interesa el testimonio de una determinada idea del supremo poder político, idea que, ya universalmente reconocida en el mundo tradicional, se supo conservar durante un cierto tiempo en los mismos marcos del cristianismo. Por lo demás, si hoy todo italiano siente todavía, aunque sea confusamente y en modo instintivo, que entre la dignidad de un rey y la de un presidente de la república cualquiera, de un dictador o un tribuno de la plebe existe un abismo insuperable, en esto se conserva todavía un último reflejo de aquella concepción.
Roma, 16 de febrero de 1955.