La vida de Nicolás Flamel es una parábola perfecta sobre la búsqueda alquímica. Su sencilla y bella trama parece sacada de un cuanto de hadas. Un cuento escrito sobre el papel del tiempo con su propia vida.
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Tal como en los cuentos, en los que personajes muchas veces insignificantes, son tocados por la fortuna; Flamel, un notario oculto en la París del siglo XIV, recibe en el año 1357 por designios que en principio él mismo no logra comprender, un misterioso libro que le cambiaría la vida. Este es "El libro de las figuras jeroglíficas", el libro jeroglífico de Abraham el judío. De esta manera comien
za un recorrido que lo llevará a la concreción de la gran obra y la obtención de la piedra filosofal.
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Según lo explica Eliphas Levi en su "Historia de la Magia" el libro que le fue entregado a Flamel estaría inspirado en las Claves del tarot, con el cual posee profundas analogías y sería así mismo una traducción jeroglífica del cabalístico Sepher Yetzirah. Este libro estaría aún hoy enterrado en la base del campanario de la iglesia de Saint-Jacques.
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Como lo relata el mismo alquimista, este adquiere el libro por un pequeño precio, dos guineas. El mismo estaba escrito en una lengua que él no logra comprender sobre hojas de finas cortezas de árboles jóvenes. Así, tratando de descifrar el sentido de las figuras que este contenía, pasa 21 años de su vida, junto con su esposa Petronila, conocida como la Perenelle, hasta partir al igual que muchos alquimistas, en peregrinación hacia la tumba de Santiago Apóstol en Compostela, España. Es de regreso de este viaje iniciático que Flamel conoce a quién le revela el sentido operativo de su libro. Flamel se cruza, por otra de las misteriosas vueltas del destino de que tan plagada está su vida, con un médico de ascendencia judía que profesaba el cristianismo, el maestro Canche. Gracias a la guía de Canche, Flamel y la Perenelle luego de otros tres años de trabajo en su laboratorio parisino, logran la transmutación metálica de mercurio en oro. Por tres veces realiza esta operación según él mismo lo relata, con idénticos resultados.
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"Yo transformé efectivamente el mercurio en casi la misma cantidad de oro corriente. Puedo decir esto en honor a la verdad. Realicé la obra por tres veces con la ayuda de la Perenelle"...
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Fruto de esta transmutación son las obras de caridad que Flamel realizó en París fue la fundación de catorce hospitales, siete iglesias y tres capillas.
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Flamel es desde entonces la imagen fiel del autentico alquimista. La vida del alquimista francés muestra a las claras que es el oro lo que el artista persigue, pero no la moneda. Que la búsqueda alquímica requiere verdaderamente de una transformación interior, de una muerte y resurrección y que en al alma de quien ha encontrado el gran arcano habita la luz de la caridad.
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El camino de Flamel es un camino recorrido en el secreto y la intimidad de su laboratorio, solo acompañado de su compañera mística. Pero las obras del parisino se han visto a la luz del día.
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Es condición de la búsqueda alquímica un sincero desprendimiento y una profunda falta de ambición de bienes materiales.
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La tradición reconoce en Flamel al iniciado que ha alcanzado la piedra y el elíxir gracias al cual ha superado los límites psicofísicos conocidos por el hombre común, y mucho más al hombre moderno, llegando a contar con cientos de años de vida.
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Así es como en el siglo XV, el conde de Saint-Germain aseguraba haber conocido a Flamel y Karl Christoph Halle asegura haberlo encontrado con vida en la India, ¡cerca del año 1830!
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Pero otros alquimistas han alcanzado este estado del alma que transfiere al cuerpo capacidades espirituales.
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Muchos han creído ver en Fulcanelli, el adepto desconocido autor de "El misterio de las catedrales" y "Las moradas filosofales" a Flamel aun vivo en el siglo XX.
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Aunque yo, NICOLAS FLAMEL, escribano y vecino de París, en este año de 1399, y residiendo en mi casa de la rue des Ecrivains, cerca de la capilla de St. Jacques de la Boucherie. Aunque -digo- no haya aprendido más que un poco de latín, debido a los escasos medios de mis padres, que eran estimados, incluso de mis envidiosos, como gente de bien: sin embargo, por la gracia de Dios y la intercesión de los bienaventurados santos y santas del paraíso, y sobre todo de monseñor Santiago de Galicia, he podido llegar a los libros de los Filósofos y aprender sus ocultos secretos.
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Tal como en los cuentos, en los que personajes muchas veces insignificantes, son tocados por la fortuna; Flamel, un notario oculto en la París del siglo XIV, recibe en el año 1357 por designios que en principio él mismo no logra comprender, un misterioso libro que le cambiaría la vida. Este es "El libro de las figuras jeroglíficas", el libro jeroglífico de Abraham el judío. De esta manera comien
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Según lo explica Eliphas Levi en su "Historia de la Magia" el libro que le fue entregado a Flamel estaría inspirado en las Claves del tarot, con el cual posee profundas analogías y sería así mismo una traducción jeroglífica del cabalístico Sepher Yetzirah. Este libro estaría aún hoy enterrado en la base del campanario de la iglesia de Saint-Jacques.
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Como lo relata el mismo alquimista, este adquiere el libro por un pequeño precio, dos guineas. El mismo estaba escrito en una lengua que él no logra comprender sobre hojas de finas cortezas de árboles jóvenes. Así, tratando de descifrar el sentido de las figuras que este contenía, pasa 21 años de su vida, junto con su esposa Petronila, conocida como la Perenelle, hasta partir al igual que muchos alquimistas, en peregrinación hacia la tumba de Santiago Apóstol en Compostela, España. Es de regreso de este viaje iniciático que Flamel conoce a quién le revela el sentido operativo de su libro. Flamel se cruza, por otra de las misteriosas vueltas del destino de que tan plagada está su vida, con un médico de ascendencia judía que profesaba el cristianismo, el maestro Canche. Gracias a la guía de Canche, Flamel y la Perenelle luego de otros tres años de trabajo en su laboratorio parisino, logran la transmutación metálica de mercurio en oro. Por tres veces realiza esta operación según él mismo lo relata, con idénticos resultados.
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"Yo transformé efectivamente el mercurio en casi la misma cantidad de oro corriente. Puedo decir esto en honor a la verdad. Realicé la obra por tres veces con la ayuda de la Perenelle"...
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Fruto de esta transmutación son las obras de caridad que Flamel realizó en París fue la fundación de catorce hospitales, siete iglesias y tres capillas.
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Flamel es desde entonces la imagen fiel del autentico alquimista. La vida del alquimista francés muestra a las claras que es el oro lo que el artista persigue, pero no la moneda. Que la búsqueda alquímica requiere verdaderamente de una transformación interior, de una muerte y resurrección y que en al alma de quien ha encontrado el gran arcano habita la luz de la caridad.
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El camino de Flamel es un camino recorrido en el secreto y la intimidad de su laboratorio, solo acompañado de su compañera mística. Pero las obras del parisino se han visto a la luz del día.
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Es condición de la búsqueda alquímica un sincero desprendimiento y una profunda falta de ambición de bienes materiales.
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La tradición reconoce en Flamel al iniciado que ha alcanzado la piedra y el elíxir gracias al cual ha superado los límites psicofísicos conocidos por el hombre común, y mucho más al hombre moderno, llegando a contar con cientos de años de vida.
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Así es como en el siglo XV, el conde de Saint-Germain aseguraba haber conocido a Flamel y Karl Christoph Halle asegura haberlo encontrado con vida en la India, ¡cerca del año 1830!
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Pero otros alquimistas han alcanzado este estado del alma que transfiere al cuerpo capacidades espirituales.
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Muchos han creído ver en Fulcanelli, el adepto desconocido autor de "El misterio de las catedrales" y "Las moradas filosofales" a Flamel aun vivo en el siglo XX.
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Aunque yo, NICOLAS FLAMEL, escribano y vecino de París, en este año de 1399, y residiendo en mi casa de la rue des Ecrivains, cerca de la capilla de St. Jacques de la Boucherie. Aunque -digo- no haya aprendido más que un poco de latín, debido a los escasos medios de mis padres, que eran estimados, incluso de mis envidiosos, como gente de bien: sin embargo, por la gracia de Dios y la intercesión de los bienaventurados santos y santas del paraíso, y sobre todo de monseñor Santiago de Galicia, he podido llegar a los libros de los Filósofos y aprender sus ocultos secretos.
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Al acordarme de este bien y de rodillas -si el lugar lo permite o en mi corazon con toda sinceridad, nunca dejaré de dar gracias a este benigno Dios que nunca deja al hijo del justo mendigar por las puertas, y que nunca defrauda a los que esperan su bendición. Así pues, cuando tras la muerte de mis padres me ganaba la vida en nuestro arte de escritura, haciendo inventarios, cuentas, frenando los gastos de tutores y menores, me vino a las manos por dos florines, un libro dorado muy viejo y amplio.
Al acordarme de este bien y de rodillas -si el lugar lo permite o en mi corazon con toda sinceridad, nunca dejaré de dar gracias a este benigno Dios que nunca deja al hijo del justo mendigar por las puertas, y que nunca defrauda a los que esperan su bendición. Así pues, cuando tras la muerte de mis padres me ganaba la vida en nuestro arte de escritura, haciendo inventarios, cuentas, frenando los gastos de tutores y menores, me vino a las manos por dos florines, un libro dorado muy viejo y amplio.
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No era papel ni pergamino como los demás, sino que era de cortezas (asi me pareció) de tiernos arbustos. Sus tapas eran de fino cobre, grabado con letras y figuras extrañas. Creo que podían ser caracteres griegos u otra lengua antigua similar, pues no sabía leerlo, y no eran letras latinas o galas, ya que de esas entiendo un poco. En el interior, las hojas de corteza estaban grabadas con gran perfección y escritas con buril de hierro, unas letras latinas coloreadas, muy bellas y claras.
Contenía tres veces siete folios; así estaban numerados en lo alto de la hoja. El séptimo de ellos no contenía escritura alguna. En su lugar había pintado en el primer séptimo, un latigo y unas serpientes mordiéndose.
No era papel ni pergamino como los demás, sino que era de cortezas (asi me pareció) de tiernos arbustos. Sus tapas eran de fino cobre, grabado con letras y figuras extrañas. Creo que podían ser caracteres griegos u otra lengua antigua similar, pues no sabía leerlo, y no eran letras latinas o galas, ya que de esas entiendo un poco. En el interior, las hojas de corteza estaban grabadas con gran perfección y escritas con buril de hierro, unas letras latinas coloreadas, muy bellas y claras.
Contenía tres veces siete folios; así estaban numerados en lo alto de la hoja. El séptimo de ellos no contenía escritura alguna. En su lugar había pintado en el primer séptimo, un latigo y unas serpientes mordiéndose.