Thursday, October 14, 2010

Dualismo cátaro.-

Para los cátaros, el mundo no era obra de un Dios bueno, sino la creación de una fuerza de las tinieblas, inherente a todas las cosas. La materia era corrupta, por tanto no tenía nada que ver con la salvación. Había que hacer poco caso —o ninguno— a los complejos sistemas ideados para intimidar a la gente y obligarla a obedecer al hombre que tenía la espada más afilada, la bolsa más llena de dinero o el mayor palo de incienso. La autoridad mundana era un fraude, y si estaba ba¬sada en cierto decreto divino, como sostenía la Iglesia, era también una rotunda hipocresía.

El dios que merecía la adoración cátara era un dios de luz, que gobernaba en el mundo invisible, etéreo y espiritual; este dios, sin inte¬rés en lo material, no se preocupaba por si alguien hacía el amor antes de estar casado, tenía por amigos a judíos o musulmanes, trataba a hombres y mujeres como iguales, o hacía alguna otra cosa contraria a la doctrina de la Iglesia medieval. Correspondía a cada individuo (hombre o mujer) decidir si estaba dispuesto a renunciar a lo material y llevar una vida de abnegación. Si no era así, seguiría volviendo a este mundo —esto es, se reencarnaría— hasta estar preparado para abrazar una vida lo bastante inmaculada para permitirle el acceso, tras la muer¬te, al mismo estado dichoso que hubiera experimentado como ángel antes de haber sido tentado hasta perder el cielo al principio de los tiempos. Así, salvarse significaba llegar a ser santo. Condenarse era vi¬vir, una y otra vez, en este mundo corrupto. El infierno estaba aquí, no en cierta vida futura inventada por Roma para que la gente estuviera siempre aterrorizada.

Creer en lo que se conoce como los Dos Principios de la creación (el Mal en el mundo visible, el Bien en el invisible) es ser dualista, partidario de una idea que ha sido compartida por otros credos en los es¬fuerzos por abordar lo desconocido habidos durante la larga historia de la humanidad. No obstante, el dualismo cristiano de los cátaros postu¬laba un lugar de confluencia entre el bien y el mal: el corazón de cada ser humano. Allí, nuestro vacilante destello divino, remanente de aquel estado angelical anterior, esperaba pacientemente verse liberado del ci¬clo de reencarnaciones.

Incluso una descripción rápida de la fe cátara nos da una idea de lo sediciosa que era la herejía. Si sus dogmas eran verdaderos, los sacra¬mentos de la Iglesia devenían forzosamente nulos y sin valor por el simple motivo de que la propia Iglesia era un engaño. ¿Por qué, pues, se preguntaban los cátaros, hacer caso de la Iglesia? Y más en concreto, ¿por qué pagarle impuestos y diezmos? Para los cátaros, los atavíos ecle¬siásticos de riqueza y poder mundano servían sólo para poner de mani¬fiesto que la Iglesia pertenecía a la esfera de lo material. En el mejor de los casos, el Papa y sus subalternos eran unos ignorantes; en el peor, agentes activos del creador maligno.

Tampoco el resto de la sociedad eludía las consecuencias revolu¬cionarias del pensamiento cátaro. Esto fue especialmente cierto en el tratamiento a las mujeres. El statu quo sexual medieval habría sido so¬cavado si todos hubieran creído, como creían los cátaros, que un hom¬bre noble en una vida puede ser una ordeñadora en la siguiente, o que las mujeres estaban capacitadas para ser guías espirituales. Quizás inclu¬so más subversiva que este protofeminismo era la repugnancia que sentían los cátaros por la costumbre de hacer juramentos.

Aunque hoy nos parezca una idea fútil, el hombre medieval pensaba de otra forma, pues el juramento era el reforzamiento contractual de la primitiva sociedad feudal. Proporcionaba un valor sagrado al orden existente; no podía crearse ni transferirse ningún reino, propiedad o vínculo de vasallaje sin establecer un lazo en forma de juramento, sancionado por el clero, entre el individuo y la divinidad. Como dualistas, los cátaros creían que intentar unir los hechos del mundo material a la imparcialidad del buen Dios era un ejercicio de ilusionismo. Con asombrosa facilidad, el predicador cátaro podía representar la sociedad medieval como un ima¬ginario e ilegítimo castillo de naipes.

En resumen, para los poderes existentes el catarismo era una he¬rejía perfecta y, por tanto, inspiró un odio que casi no conoció límites. Roma no podía permitir que el éxito de los cátaros la humillara públicamente. Aunque a menudo la doctrina cátara escapaba a la compren¬sión de sus adversarios, se urdieron y repitieron —de buena fe— fantás¬ticas calumnias sobre sus costumbres. Su nombre, que en otro tiempo se creía que significaba «los puros», no fue invención suya; actualmente se considera que «cátaro» es un juego de palabras alemán que significa «el adorador de los gatos». Durante mucho tiempo se rumoreó que los cátaros realizaban el denominado «beso obsceno» en el trasero de un gato. Y se decía que consumían las cenizas de niños pequeños muertos y se entregaban a orgías incestuosas. También era habitual el epíteto bougre, degradación de «búlgaro», referencia a una Iglesia hermana de dualistas heréticos en el este de Europa. A la larga, bougre se convirtió en «bujarrón», que pretendía señalar otra tendencia atribuida tiempo atrás a los entusiastas cátaros.

El término «albigense», rechazado por las convenciones históricas modernas porque limita el alcance geográfico del catarismo, fue idea de un caballero cruzado según el cual los here¬jes creían que nadie podía pecar de cintura para abajo. Hoy sabemos que los cátaros se referían a sí mismos, muy discretamente, como «bue¬nos cristianos».