Millones de banderas se desplegaron al viento por toda Sudáfrica para dar la bienvenida a las 32 selecciones de todo el mundo y a los seguidores y cámaras de televisión que venían detrás y que, durante un mes, convirtieron este esquinado país en centro del mundo.
La mayoría eran, obviamente, las coloridas enseñas de la Nación del Arco Iris, pero había muchísimas de todos los participantes y también otras de las que costaba entender con que intención habían sido colgadas. Un amigo me aseguró, incluso, que en una entidad bancaria había visto una Ikurriña. El mundo miraba Sudáfrica y esta le daba la bienvenida con este ondear orgulloso y alegre. Era el Mundial y nada podía simbolizar mejor la alegría y la ilusión con que los sudafricanos recibieron el evento.
Pero este ya ha pasado y de un día para otro, las brillantes banderas han quedado viejas y deshilachadas.
La mayoría eran, obviamente, las coloridas enseñas de la Nación del Arco Iris, pero había muchísimas de todos los participantes y también otras de las que costaba entender con que intención habían sido colgadas. Un amigo me aseguró, incluso, que en una entidad bancaria había visto una Ikurriña. El mundo miraba Sudáfrica y esta le daba la bienvenida con este ondear orgulloso y alegre. Era el Mundial y nada podía simbolizar mejor la alegría y la ilusión con que los sudafricanos recibieron el evento.
Pero este ya ha pasado y de un día para otro, las brillantes banderas han quedado viejas y deshilachadas.
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“Recuerdas que una vez organizamos un Mundial?” parece que digan con su ondear cansino. Los sudafricanos, pero, aun se resisten a arriarlas, como si aún no se creyeran que la fiesta ha acabado y que toca volver a poner los pies en el suelo. Si se tuviera que describir en un solo concepto como se vive en el país este momento se podría hablar de estado de shock masivo. “Parece imposible de creer. El Mundial ya se ha ido. Tanto esperar. Falta un año para el Mundial, faltan 100 días, faltan diez... y ahora ya está. Parece difícil de creer que aquí algún día se celebró un Mundial”, cuenta Smiley Mussa -una estrella del fútbol nacional de los años 70- poniéndole palabras a los sentimientos de todo un país.
Más gráfico, Zapiro -el dibujante de viñetas más famoso e influyente de Sudáfrica- mostraba, la semana pasada, un avión del que, a desgana, se iban tirando en paracaídas ciudadanos diversos aún vestidos con las pelucas y los cascos de los fans del fútbol. “Vuelta a la realidad” rezaba en la rampa de saltos. Aquí el Mundial ha significado una especie de vacaciones extras en pleno invierno: las escuelas estaban cerradas y en muchas empresas trabajaban a medio gas con un ojo puesto siempre en los partidos. “En mi oficina compraron una televisión para evitar que la gente se escapara para ver el fútbol” reconocía una empleada de un organismo internacional.
Y esto sin contar que cuando jugaban los Bafana -la selección sudafricana- era fiesta oficial. Con sus ciudades llenas de turistas ociosos y un ambiente colectivo dominado por la euforia, muchos sudafricanos se dejaron arrastrar hacia una fiesta tremenda que, al sonido de las populares vuvuzelas, ha durado un mes entero y a la que han participado con entusiasmo millones personas.
Proyecto nacional
Pero si solo se tratara de las últimas semanas se podría hablar de simple depresión postvacacional. Lamentablemente todo es más profundo y complejo. En Sudáfrica el Mundial ha durado seis años. Durante todo este larguísimo período -desde el momento en que se aprobó su candidatura- absolutamente todo en el país ha girado en torno a este evento. Desde los presupuestos públicos a las esperanzas personales de muchísima gente, pasando por las prioridades en las infraestructuras, las inversiones privadas o las conversaciones familiares. El Mundial ha centrado la vida social hasta extremos difíciles de concebir.
Y ahora, finalmente llega la hora de hacer balance y, también, de buscar nuevos proyectos colectivos. Es lo que algunos analistas ya han llamado la Vida Después del Mundial (LAWC, por sus siglas en inglés, en esta costumbre tan anglosajona de crear una sigla para cada concepto).
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“Recuerdas que una vez organizamos un Mundial?” parece que digan con su ondear cansino. Los sudafricanos, pero, aun se resisten a arriarlas, como si aún no se creyeran que la fiesta ha acabado y que toca volver a poner los pies en el suelo. Si se tuviera que describir en un solo concepto como se vive en el país este momento se podría hablar de estado de shock masivo. “Parece imposible de creer. El Mundial ya se ha ido. Tanto esperar. Falta un año para el Mundial, faltan 100 días, faltan diez... y ahora ya está. Parece difícil de creer que aquí algún día se celebró un Mundial”, cuenta Smiley Mussa -una estrella del fútbol nacional de los años 70- poniéndole palabras a los sentimientos de todo un país.
Más gráfico, Zapiro -el dibujante de viñetas más famoso e influyente de Sudáfrica- mostraba, la semana pasada, un avión del que, a desgana, se iban tirando en paracaídas ciudadanos diversos aún vestidos con las pelucas y los cascos de los fans del fútbol. “Vuelta a la realidad” rezaba en la rampa de saltos. Aquí el Mundial ha significado una especie de vacaciones extras en pleno invierno: las escuelas estaban cerradas y en muchas empresas trabajaban a medio gas con un ojo puesto siempre en los partidos. “En mi oficina compraron una televisión para evitar que la gente se escapara para ver el fútbol” reconocía una empleada de un organismo internacional.
Y esto sin contar que cuando jugaban los Bafana -la selección sudafricana- era fiesta oficial. Con sus ciudades llenas de turistas ociosos y un ambiente colectivo dominado por la euforia, muchos sudafricanos se dejaron arrastrar hacia una fiesta tremenda que, al sonido de las populares vuvuzelas, ha durado un mes entero y a la que han participado con entusiasmo millones personas.
Proyecto nacional
Pero si solo se tratara de las últimas semanas se podría hablar de simple depresión postvacacional. Lamentablemente todo es más profundo y complejo. En Sudáfrica el Mundial ha durado seis años. Durante todo este larguísimo período -desde el momento en que se aprobó su candidatura- absolutamente todo en el país ha girado en torno a este evento. Desde los presupuestos públicos a las esperanzas personales de muchísima gente, pasando por las prioridades en las infraestructuras, las inversiones privadas o las conversaciones familiares. El Mundial ha centrado la vida social hasta extremos difíciles de concebir.
Y ahora, finalmente llega la hora de hacer balance y, también, de buscar nuevos proyectos colectivos. Es lo que algunos analistas ya han llamado la Vida Después del Mundial (LAWC, por sus siglas en inglés, en esta costumbre tan anglosajona de crear una sigla para cada concepto).
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“Espero que los sudafricanos se pongan pronto a trabajar, pues de alguna forma habrá de superar este enorme sentimiento de pérdida -declaraba Danny Jordaan, presidente del Comité Organizador y que ha dedicado casi 16 años de su vida a este proyecto.- Es como si usted organizara una fiesta enorme pero al final siempre llega la mañana siguiente”.
El problema, quizás, es hacia que dirección hay que ponerse a trabajar. Mucha gente, incluido Jacob Zuma, el Presidente del país, ya están hablando abiertamente en una candidatura -Durban o Ciudad del Cabo- para los Juegos Olímpicos de 2020, en una especie de huida hacia adelante, en que “la fiesta debe continuar”. La periodista especializada en temas médicos, Elma Carolissen, en cambio, se formula una pregunta en una dirección muy diferente: “Cómo puede ser que Sudáfrica sea capaz de organizar un evento de primera magnitud planetaria y no garantizar la atención sanitaria para sus habitantes?”.
Una cuestión difícil de explicar, teniendo en cuenta los recursos y alta capacidad organizativa que ha mostrado Sudáfrica durante el Mundial. Por contra, en un país en que aún mueren niños de enfermedades tan simples como una diarrea, un ambicioso plan de reforma del sistema de salud incluido en el programa electoral con el que Zuma ganó las elecciones del año pasado quedó pospuesto sine die por problemas de presupuesto.
El propio Jordaan le da la razón a Carolissen cuando reconoce que “para evitar que el orgullo actual se desvanezca en 90 minutos tendremos que demostrar que somos capaces de resolver asuntos urgentes como la vivienda, la educación, el empleo o la sanidad”.
Frustración
“Sudáfrica, bien hecho!”, resumía Graça Machel, esposa del ex-presidente Nelson Mandela. Y es que este ha sido el anfitrión de un Mundial que ha sufrido la mayor campaña de presión más negativa. Durante meses se llegó a especular incluso en que la FIFA tenía un Plan B para trasladar la sede del Mundial en el último momento. Al final, pero, no ha habido ninguna masacre de turistas ni ataques de bestias salvajes ni bandas de negros con machetes por las calles -tal y como habían llegado a pronosticar algunos tabloides ingleses- y se ha vencido el afropesimismo occidental mediante el trabajo duro y eficiente. Hay razones para estar contento. “Cualquier sudafricano que no se sienta orgulloso debe de estar loco”, asegura contundente Dennis Davis, Magistrado del Alto Tribunal de Ciudad del Cabo.
Y por ahora este sentimiento de orgullo aún continua siendo mayoritario. Pero este también es el país más desigual del globo y para mucha gente está siendo muy duro volver a su vida de siempre marcada por la pobreza, las chabolas de lata y la falta de perspectivas de mejora.
“El Mundial ha sido una gran oportunidad para el desarrollo y para iniciar proyectos a largo y medio término -defiende Yunus Ballim, Vicerrector de la Universidad de Witts, la mayor del país, e implicada en el evento como sede de la selección holandesa- pero no se podía pensar como un maná mágico que resolvería todos nuestros problemas. Plantearlo así era un error”.
Un error que Ballim tiene que reconocer que se ha cometido -conscientemente o no- reiteradamente y que mucha de la gente más pobre tenía puestas las esperanzas en el Mundial para mejorar rápidamente sus vidas. “Ahora el riesgo de frustración en algunos sectores es enorme”, asume.
Los primeros síntomas de esta frustración llegaron incluso antes que el gol de Iniesta. Lemas amenazantes del estilo de “cuando acabe el Mundial vendremos a por vosotros” o “con los turistas se irán también los extranjeros” empezaron a circular en SMS o panfletos anónimos en algunos de los campos de chabolas más pobres y con más presencia de inmigrantes de otros países africanos.
En Kya Sand, uno de estos deprimidos y violentos barrios, se dieron ya las primeras agresiones -con cinco heridos- haciendo saltar todas las alarmas en una sociedad que siempre parece a punto para el estallido y que ya en junio de 2008 sufrió una oleada de ataques xenófobos que dejaron 62 muertes y una estela de decenas de miles de refugiados, casas y negocios quemados, heridos y violaciones.
Desde el Parlamento nacional hasta una amplia coalición de movimientos sociales, iglesias y organizaciones comunitarias se están movilizando para tratar de evitar que se repitan aquellos hechos. Incluso el coronel Sipho Matolweni, ha reconocido que la situación es “volátil” y ha advertido que el “ejército está en alerta roja y listo para usar la fuerza para parar ataques xenófobos”.
Pero muchos inmigrantes no han querido esperar a saber que pasará y han empezado a abandonar sus casas hacia no se sabe muy bien donde. El gobierno de Zimbabwe ha instalado tiendas y otra infraestructura en la frontera en previsión de que miles de sus nacionales -una de las mayores comunidades foráneas en Sudáfrica- puedan llegar repentinamente. Paul Verryn, obispo metodista de Johannesburgo y uno de los mayores activistas por los derechos de los inmigrantes alertaba recientemente que la xenofobia es “una de las mayores amenazas para la democracia sudafricana”.
Futuro prometedor
Pero peligros, evidentes y reales, a parte, este continua siendo un gran momento para Sudáfrica. “Una nueva generación crecerá creyendo que los mayores retos son posibles” declaraba el Arzobispo de Ciudad del Cabo y Premio Nobel de la Paz, Desmond Tutu, para defender los beneficios intangibles del Mundial.
Ahora el reto es, en palabras del juez Dennis Davis, “lograr por nosotros mismos, sin ningún evento especial ni la imposición de ningún término, mantener esta alegría y este espíritu de comunidad. Hacer que vaya más allá de un solo mes. ¿Porqué no tendría que ser posible dotarle de una base más permanente?”
El problema, quizás, es hacia que dirección hay que ponerse a trabajar. Mucha gente, incluido Jacob Zuma, el Presidente del país, ya están hablando abiertamente en una candidatura -Durban o Ciudad del Cabo- para los Juegos Olímpicos de 2020, en una especie de huida hacia adelante, en que “la fiesta debe continuar”. La periodista especializada en temas médicos, Elma Carolissen, en cambio, se formula una pregunta en una dirección muy diferente: “Cómo puede ser que Sudáfrica sea capaz de organizar un evento de primera magnitud planetaria y no garantizar la atención sanitaria para sus habitantes?”.
Una cuestión difícil de explicar, teniendo en cuenta los recursos y alta capacidad organizativa que ha mostrado Sudáfrica durante el Mundial. Por contra, en un país en que aún mueren niños de enfermedades tan simples como una diarrea, un ambicioso plan de reforma del sistema de salud incluido en el programa electoral con el que Zuma ganó las elecciones del año pasado quedó pospuesto sine die por problemas de presupuesto.
El propio Jordaan le da la razón a Carolissen cuando reconoce que “para evitar que el orgullo actual se desvanezca en 90 minutos tendremos que demostrar que somos capaces de resolver asuntos urgentes como la vivienda, la educación, el empleo o la sanidad”.
Frustración
“Sudáfrica, bien hecho!”, resumía Graça Machel, esposa del ex-presidente Nelson Mandela. Y es que este ha sido el anfitrión de un Mundial que ha sufrido la mayor campaña de presión más negativa. Durante meses se llegó a especular incluso en que la FIFA tenía un Plan B para trasladar la sede del Mundial en el último momento. Al final, pero, no ha habido ninguna masacre de turistas ni ataques de bestias salvajes ni bandas de negros con machetes por las calles -tal y como habían llegado a pronosticar algunos tabloides ingleses- y se ha vencido el afropesimismo occidental mediante el trabajo duro y eficiente. Hay razones para estar contento. “Cualquier sudafricano que no se sienta orgulloso debe de estar loco”, asegura contundente Dennis Davis, Magistrado del Alto Tribunal de Ciudad del Cabo.
Y por ahora este sentimiento de orgullo aún continua siendo mayoritario. Pero este también es el país más desigual del globo y para mucha gente está siendo muy duro volver a su vida de siempre marcada por la pobreza, las chabolas de lata y la falta de perspectivas de mejora.
“El Mundial ha sido una gran oportunidad para el desarrollo y para iniciar proyectos a largo y medio término -defiende Yunus Ballim, Vicerrector de la Universidad de Witts, la mayor del país, e implicada en el evento como sede de la selección holandesa- pero no se podía pensar como un maná mágico que resolvería todos nuestros problemas. Plantearlo así era un error”.
Un error que Ballim tiene que reconocer que se ha cometido -conscientemente o no- reiteradamente y que mucha de la gente más pobre tenía puestas las esperanzas en el Mundial para mejorar rápidamente sus vidas. “Ahora el riesgo de frustración en algunos sectores es enorme”, asume.
Los primeros síntomas de esta frustración llegaron incluso antes que el gol de Iniesta. Lemas amenazantes del estilo de “cuando acabe el Mundial vendremos a por vosotros” o “con los turistas se irán también los extranjeros” empezaron a circular en SMS o panfletos anónimos en algunos de los campos de chabolas más pobres y con más presencia de inmigrantes de otros países africanos.
En Kya Sand, uno de estos deprimidos y violentos barrios, se dieron ya las primeras agresiones -con cinco heridos- haciendo saltar todas las alarmas en una sociedad que siempre parece a punto para el estallido y que ya en junio de 2008 sufrió una oleada de ataques xenófobos que dejaron 62 muertes y una estela de decenas de miles de refugiados, casas y negocios quemados, heridos y violaciones.
Desde el Parlamento nacional hasta una amplia coalición de movimientos sociales, iglesias y organizaciones comunitarias se están movilizando para tratar de evitar que se repitan aquellos hechos. Incluso el coronel Sipho Matolweni, ha reconocido que la situación es “volátil” y ha advertido que el “ejército está en alerta roja y listo para usar la fuerza para parar ataques xenófobos”.
Pero muchos inmigrantes no han querido esperar a saber que pasará y han empezado a abandonar sus casas hacia no se sabe muy bien donde. El gobierno de Zimbabwe ha instalado tiendas y otra infraestructura en la frontera en previsión de que miles de sus nacionales -una de las mayores comunidades foráneas en Sudáfrica- puedan llegar repentinamente. Paul Verryn, obispo metodista de Johannesburgo y uno de los mayores activistas por los derechos de los inmigrantes alertaba recientemente que la xenofobia es “una de las mayores amenazas para la democracia sudafricana”.
Futuro prometedor
Pero peligros, evidentes y reales, a parte, este continua siendo un gran momento para Sudáfrica. “Una nueva generación crecerá creyendo que los mayores retos son posibles” declaraba el Arzobispo de Ciudad del Cabo y Premio Nobel de la Paz, Desmond Tutu, para defender los beneficios intangibles del Mundial.
Ahora el reto es, en palabras del juez Dennis Davis, “lograr por nosotros mismos, sin ningún evento especial ni la imposición de ningún término, mantener esta alegría y este espíritu de comunidad. Hacer que vaya más allá de un solo mes. ¿Porqué no tendría que ser posible dotarle de una base más permanente?”