Sunday, August 08, 2010

Milagro de la Creación.-

Sólo la persona espiritual vive el milagro de la Creación.
Vivimos rodeados de milagros y no nos damos cuenta. Todo lo que acontece es portentoso. Todo lo que nos parece ordinario es, en realidad, un milagro, el milagro invisible y humilde de todos los días. La Creación no fue un acto aislado de Dios, un acto remoto en el tiempo, sino que es un acto eterno y que está aconteciendo a cada instante ante nuestros ojos. Estamos siendo creados a cada instante, sacados a cada momento de la nada. El Universo entero es un perpetuo milagro, y lo son los acontecimientos más comunes y cotidianos igual que los que puedan parecernos más sorprendentes.

A veces resulta difícil distinguir entre el milagro y la coincidencia. En realidad no existe la casualidad, lo que se suele llamar casualidad no es más que la voluntad de Dios con otro nombre. A veces se hace difícil reconocer la voluntad de Dios porque está inmersa en este plano de la realidad, en las leyes naturales y en la historia, en los fenómenos físicos, los accidentes, la casualidad y la coincidencia. Pero todo esto es la Providencia de Dios, hasta la negación de las realidades más existenciales por parte de algunos religiosos en negar la igualdad de todos los seres, forma parte de este Universo tan especial.

Sólo llamamos providencial a lo que es extraordinario en nuestra vida, y también sólo a lo que nos conviene o creemos que nos conviene. Consideramos providencial salir ileso en un accidente de tráfico o no haber tomado el avión que se estrelló, pero no nos damos cuenta de que el perecer en un accidente de tráfico o el tomar el avión que se cayó es igualmente providencial. En el fondo esto no es más que creer que hay dos dioses, el bueno y el malo, y que la Providencia es el triunfo del dios bueno sobre el dios malo, el triunfo del dios bueno sobre el dios de la catástrofe y el caos, ese maniqueísmo tan nombrado. Pero no hay más que un solo Dios, y nada en el Universo escapa a sus designios, ni siquiera nuestras equivocaciones. Los efectos y las consecuencias de nuestros errores también son providenciales. Providencial no es sólo lo que vemos como favorable, sino también lo que nos parece desfavorable, no es sólo lo extraordinario, sino también lo ordinario, y no sólo lo que acontece, sino también lo que no acontece.

Muchas veces no reconocemos a la Providencia porque nuestra voluntad es contraria a la voluntad de Dios, y contrariamos a la Providencia. Pero si vivimos espiritualmente vemos obrar maravillosamente a la Divina Providencia en nuestra vida y el acaso, lo imprevisto y todo nuestro acontecer diario se vuelve lleno de sentido, toda nuestra vida se llena de coincidencias admirables y de milagros.

La espiritualidad es nuestra verdadera manera de ser. No hay dos hojas iguales, como tampoco hay dos personas iguales, es la belleza de la diversidad, y eso se da en los seres humanos, en la política, en la religión, en la sexualidad. Pero la equivocación nos hace a todos iguales, como presos con un mismo uniforme. En cambio, todas las personas espirituales son distintas, porque la espiritualidad es la realización plena de la personalidad, el reencuentro de esa identidad que tenemos todos los seres.

No sabemos bien qué es un árbol o una ventana. Todas las cosas son muy misteriosas y extrañas y si olvidamos su extrañeza y su misterio es tan sólo porque estamos habituados a verlas. Comprendemos las cosas de manera muy vaga, no sabemos que es la Creación y, ni siquiera, que son las cosas. Pero casi todos se creen el centro del Universo, y por eso viven en un Universo falso, como el Universo de los astrónomos antes de Copérnico. Les interesan las cosas en la medida en que sirven a sus pequeños intereses, hablan de Dogmas de Fe, de escrituras sagradas… de falsas razones.

Pero sólo se puede recorrer el más elevado camino espiritual si Dios, la Verdad, es el centro del propio Universo. La mayoría de las personas se sienten solas en el Universo y desprotegidos como si vivieran en un Universo gobernado por el acaso. Se sienten solas y desvalidas en un mundo hostil, como niños perdidos en el bosque, y esto es así porque no viven conscientemente ni obran adecuadamente.

El amor es un don que procede de Dios y sólo la persona que es espiritual ama verdaderamente. No se debe discriminar a nadie, pero se hace a menudo, y lo más grave en nombre de Él. Normalmente se siente un poco de amor por aquellos con los que se tiene alguna afinidad, los que pertenecen al mismo grupo, a la misma religión, al mismo país, al mismo club o a cualquier cosa que a uno le interese. Se siente un poco de “amor” hacia algo que se pueda llamar “mío”, pues casi todo el mundo ama de una manera selectiva. Esta selección es la que separa a unos de otros, y esta separación existe en cualquier parte de este planeta. Ella es el origen de toda la disensión y el conflicto entre las personas.

El amor puede ser de puertas para afuera, pues puede simularse. La mayoría de las personas son muy buenas simulando, dicen una cosa y piensan o hacen otra. Lo peor es que ni siquiera son conscientes de ello. Creen que es así como se debe actuar, que es convencionalismo, costumbre o tradición, y pocas hay que examinen a fondo sus pensamientos, palabras y obras.

Hay quienes aconsejan la “práctica del amor” para que éste aumente. Pero semejante práctica no es el camino más adecuado que una persona puede andar. Desear desarrollar el amor no deja de ser un deseo, y no existe ningún deseo que sea lícito, ni siquiera el deseo de amar. El verdadero y auténtico amor surge de la consciencia y de la atención que se concreta en obras justas y adecuadas. No es precisamente lo mejor desear el amor ni buscarlo. Quien lo desea simplemente desea y actúa movido por el egoísmo.

Sólo cuando seamos conscientes y nos conozcamos a nosotros mismos comprenderemos lo que nos ocurre a cada uno de nosotros. Superficialmente todos parecemos diferentes y manifestamos tener ideas e intenciones diferentes, superficialmente puede haber una gran diferencia entre las personas, pero en realidad toda todos estamos hechos con la misma receta, todos buscamos lo mismo y seguimos el mismo destino. Las diferencias que encontramos son superficiales y las provoca el ego.

Es necesario darse cuenta de las ideas y de las creencias que no son compasivas. La mayoría de las condenas genéricas del carácter de una persona, de su ética, de su inteligencia, de sus intenciones o de su valor social no son compasivas. No importa que se digan es voz alta o que se callen. El amor no impide valorar la inteligencia de una persona, su carácter, su atractivo u otras cualidades personales suyas. Tampoco impide comentar estas cosas con los demás. No obstante, cuando se valoren estas cosas o se comenten, el amor exige escoger con cuidado las palabras.
Se puede llegar a la conclusión de que a una determinada persona le falta inteligencia, o de que alguien miente con frecuencia, pero quizás no sea necesario compartir con nadie estas conclusiones. Sólo se deben compartir cuando sea verdad, bueno y necesario, como por ejemplo cuando hay que proteger a una persona.

En algunas ocasiones es preciso hacer frente a las ofensas, hacer valer los propios derechos o actuar con determinada violencia. Hay momentos en los que es necesario protegerse a sí mismo o a las personas de las que se es responsable. Existen ocasiones, raras, en las que una persona debe recurrir a la violencia contra otra. Pero es posible hacer frente a las ofensas, hacer valer nuestros derechos, imponernos sobre alguien, castigar o, incluso, recurrir a la violencia sin odio ni desprecio al adversario. El amor no está reñido con la fuerza de carácter ni con la firmeza. Los deseos de los demás no tienen más valor que nuestro criterio espiritual.

Quienes aman de verdad deben obrar adecuadamente en todas las situaciones. El amor no exige renunciar a los principios morales, no impide cumplir con el deber ni con las responsabilidades. Un juez compasivo no dejará de dictar sentencias, ni un policía compasivo dejará de detener a la gente. Bajo circunstancias muy limitadas puede ser necesario recurrir incluso a la violencia contra otras personas.

Los seres humanos lamentamos el hecho de que no hay amor en el mundo. Todos quisiéramos amor en esta Tierra, pero el amor debe comenzar en el corazón de cada uno de nosotros o el amor en el mundo no será nunca una realidad. Es necesario ver que se tienen reacciones desagradables en el interior, que no se pueden dominar y que se busca constantemente la satisfacción sensual. Ver todo ello reduce el ego y permite amar de verdad, y no de palabra.

Las palabras son fáciles, pero se vive de acuerdo con las emociones. Por esto es tan importante conocer las propias sensaciones y emociones. Creemos que vivimos de acuerdo con lo que pensamos, pero no es así. Primero nos llega la emoción y luego surge la reacción. Después, el proceso mental justifica la reacción.

Entender las propias emociones es de la mayor importancia, es esencial. No se puede saber lo que significa amar, tener compasión o misericordia si no se siente. La liberación es un conocimiento verdadero, lo que significa que también es un sentimiento. El amor es un sentimiento del corazón y no necesita razones especiales o condiciones especiales para que surja. No es preciso esperar ocasiones especiales para que surja, ver que alguien esté acosado por la tragedia o su cuerpo sometido a un fuerte dolor. Un corazón que ama, continuamente ama y siente compasión, porque todos padecemos dolor. No hay nadie sin dolor, porque la Vida, la existencia, es toda ella dolor. Esto no significa tragedia, significa que todo lo que ocurre contiene fricción e irritación y nos provoca un continuo deseo de tener más, de continuar así o de llegar a ser diferente.

El amor espiritual, el que es consciente y se concreta en obras adecuadas, sólo es posible sin ego. Seguir los deseos del ego provoca todos los problemas que las personas tienen entre sí. Al seguir los dictados del ego les es imposible sentir algo bueno por nadie y, si una persona ama de verdad, desde luego destaca como alguien especial. Esta situación es triste y absurda, porque el amor hace feliz a quien ama. Sin embargo, la mayoría carece de verdadero amor. Podemos encontrar muy poca felicidad en la Tierra, sin embargo, el sentimiento de amor en el corazón es la fuente de la alegría, porque no deja espacio para el ego y lo disuelve. Cualquier persona que esté centrada únicamente en su ego será infeliz, porque con la complacencia del ego se aleja de la felicidad. Pero si dirigimos nuestra atención a la absoluta insatisfacción a la que está sujeta la mayoría de los seres humanos, no sólo podemos ver su universalidad, sino también que el propio sufrimiento carece realmente de significado y que el dolor forma parte de la propia existencia. Entonces surge el amor y la compasión por uno mismo y por todos los seres, y la determinación de vivir espiritualmente.

Muchos grupos sectarios creen que en todo ser humano hay un deseo insaciable, una ambición infinita de Dios. Muchos “religiosos” creen, de una forma u otra, que por esta sed de amor infinita se realizan todos los actos y se cometen todos los crímenes, que todo acto humano, incluso los detestables, son una búsqueda de Dios. Poco más o menos nos vienen a decir que podemos estar llenos de dinero y de propiedades, que podemos tener y ser todo lo que nos imaginemos, pero que nuestro interior siempre estará vacío y helado porque falta Dios. Creen que toda la “espiritualidad” apunta en esta dirección y, por eso mismo, estos “espirituales” buscan y aconsejan buscar la caricia de Dios.

El hambre espiritual, el deseo del amor de Dios no es otra cosa que deseo. Por lo tanto, tenemos que huir de todas aquellas doctrinas que nos empujan a desear a Dios para obtener nuestro consuelo y placer. Vivir plenamente, ser en el segundo eterno que es la vida es vivir en comunión y experimentar a Dios. Esto lo podremos realizar siempre según nuestro grado de consciencia, amor y sensibilidad.
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El amor a Dios, tal y como lo conoce la mayoría de la humanidad no es más que un deseo egoísta y enfermo... como todos los deseos.

Muchas personas “religiosas” renuncian a las criaturas y a lo creado porque dicen que quieren ir hacia su creador y sentirlo íntimamente. Primero dejan todas las cosas y después se “unen a Dios”. Pero esto supone entrar en un camino que no es precisamente el más adecuado y una falta de conocimiento y de sabiduría que les impide realizar justamente lo que buscan, el amor. Es cierto que no puede echarse vino en una vasija si no se vacía primero. Pero no es de la Creación ni de sus criaturas de lo que es preciso desprendernos, sino de nuestro egoísmo, imperfecciones y deseos.

Se cree normalmente que el placer es un falso dios, que no sacia nunca y que después de haberlo experimentado nos deja siempre con un sentimiento de fondo de tristeza. Pero el placer es placer, en sí mismo no es bueno ni malo, somos nosotros los que le constituimos en un “dios”, es nuestro egoísmo el que hace de todas las cosas bellas un objeto de deseo y, por eso mismo, nos llenamos de esa dulzura dolorosa. Si no perdiéramos el punto de luz que es la consciencia podríamos disfrutar del placer de una manera lícita y adecuada, pero lo más normal es que nos sumerjamos en la inconsciencia, demos a las cosas un valor que por sí mismas no poseen y alimentemos en nuestro interior al ego y a la red ilusoria de nuestro deseo.

No existen un deseo lícito y otro deseo ilícito. No pueden existir un deseo de Dios, o de lo que se considere lícito, y un deseo de las cosas materiales o creadas ilícito. Todo deseo es ilícito y es, desde el mismo momento en que lo creamos, una losa para nuestra libertad. Algo muy distinto es ver la verdad, la realidad en nuestra vida, y obrar adecuadamente, sin deseos, ni de Dios ni de recompensa, incluso sin el deseo que el resultado de nuestras obras sea idéntico a como esperamos.

Desgraciadamente, el ser humano siempre desea, vive con el ansia atenazando sus entrañas. Quien no desea a Dios desea otras cosas, y las personas que se llaman “religiosas” suelen desear a Dios con el mismo deseo con el que antes deseaban a todas las demás cosas, y lo desean con la fuerza neurótica de quien no desea nada más que una cosa en toda su vida y en todo el Universo.

Ni las personas ni las cosas pueden poseerse. Dios tampoco puede poseerse. El ser humano desea poseer cualquier cosa con el fin de satisfacerse y de gozar pero, a pesar de que cree que posee se siente siempre insaciado. No puede saciarse del mundo como tampoco puede saciarse de Dios, porque el deseo por sí mismo es insaciable. Únicamente cuando el deseo egoísta se disuelve por el conocimiento de la verdad y por la comprensión de lo que es la propia vida, Dios, la Verdad, lo Otro, o como buenamente queramos llamarlo, surge en nuestras vida.


En toda la naturaleza se encuentra el amor de Dios, pero sólo la persona espiritual vive conscientemente este amor.

El amor de Dios nos rodea por todas partes, la esencia de Dios se encuentra en el agua que bebemos, el aire que respiramos y la luz que miramos. Todos los fenómenos naturales son diversas formas materiales de la esencia de Dios. Sólo la persona que es consciente y obra adecuadamente experimenta la vida dentro de su amor, como si fuera un pez en el agua. El ser humano se encuentra tan cerca de él y a la vez tan lejos, que no se da cuenta de ello por falta de espiritualidad. Su amor nos rodea por todas partes y no lo sentimos, como no sentimos la presión atmosférica. Sólo nos damos cuenta de su amor de Dios cuando vivimos espiritualmente.

El Príncipe de Septimio-Bathzabbay El Tadmur.-