De regreso a la ruta principal, León nos cae ya cerca. Y nos ofrece la más prodigiosa catedral de la ruta, construida por canteros especialmente inspirados que la levantaron perfecta, poseedora de todas las claves que la convierten en una obra maestra de la arquitectura sagrada.
En ella, desde las vidrieras al ábside, desde las portadas hasta las torres desiguales, están presentes todos los saberes tradicionales; el viajero no tiene más que recorrerla con mirada respetuosa para hallarlos ofreciéndose a su curiosidad. Y aunque se perdieron con los siglos alguno de sus elementos esenciales –como buena parte de las vidrieras alquímicas o la inmensidad de la nave, que fue cortada por el coro para que el buscador se conformase con ser feligrés-, constituye uno de los ejemplos más vivos de la magia trascendente que conocieron los constructores de la Baja Edad Media. Vírgenes blancas y negras guardan el paso de puertas de acceso en las que se apuntan alegorías vivas como un latido.
Algo muy parecido sucede con la colegiata de San Isidoro, que fue construida para albergar no sólo los restos del más grande sabio de la España visigoda, sino el cúmulo de sus saberes enciclopédicos, que, en cierto modo, están presentes en sus rincones, en el zodiaco invertido de su fachada, en los asombrosos frescos que llenan de vida y de conocimiento el panteón real. Ante San Isidoro de León se comprende que, por más que insistan historiadores académicos recalcitrantes, el origen de la ciudad y de su nombre no fue la Legión VII, como se insiste, sino el culto a Lug, el dios innombrable de los ligures, el mismo Lug que se levantó en forma de monte San Lorenzo en la sierra de la Demanda.
León marca el inicio de una etapa fundamental del Camino.
En ella, desde las vidrieras al ábside, desde las portadas hasta las torres desiguales, están presentes todos los saberes tradicionales; el viajero no tiene más que recorrerla con mirada respetuosa para hallarlos ofreciéndose a su curiosidad. Y aunque se perdieron con los siglos alguno de sus elementos esenciales –como buena parte de las vidrieras alquímicas o la inmensidad de la nave, que fue cortada por el coro para que el buscador se conformase con ser feligrés-, constituye uno de los ejemplos más vivos de la magia trascendente que conocieron los constructores de la Baja Edad Media. Vírgenes blancas y negras guardan el paso de puertas de acceso en las que se apuntan alegorías vivas como un latido.
Algo muy parecido sucede con la colegiata de San Isidoro, que fue construida para albergar no sólo los restos del más grande sabio de la España visigoda, sino el cúmulo de sus saberes enciclopédicos, que, en cierto modo, están presentes en sus rincones, en el zodiaco invertido de su fachada, en los asombrosos frescos que llenan de vida y de conocimiento el panteón real. Ante San Isidoro de León se comprende que, por más que insistan historiadores académicos recalcitrantes, el origen de la ciudad y de su nombre no fue la Legión VII, como se insiste, sino el culto a Lug, el dios innombrable de los ligures, el mismo Lug que se levantó en forma de monte San Lorenzo en la sierra de la Demanda.
León marca el inicio de una etapa fundamental del Camino.
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Tras la muerte del último tramo recorrido antes de llegar, se abre una trocha cargada de significados, un nuevo reto a la búsqueda del conocimiento que implicaba la ruta a Compostela. La ciudad fue sede de alquimistas, refugio de priscilianistas, de cátaros y de valdenses, hogar de judíos cabalistas. En los recovecos de su judería nació seguramente el Zohar, el texto más importante de la mística hebrea. Artistas iniciados como Gaudí sintieron que la musa del conocimiento se apoderaba de ellos para concebir las obras más bellas de su inspiración, precisamente por aquellos andurriales.
Un puente del siglo XVI sobre el río Bernesga, probablemente una de las últimas obras de los pontífices iniciados, introduce al caminante por unos parajes más dulces y, pasado el santuario de la Virgen del Camino, tardío y de inspiración muy lejana a la de los grandes canteros, nos conduce por Valverde, por San Miguel, por Viladangos del Páramo y por San Martín del Camino, a cruzar el río Orbigo por un puente demasiado largo para la corriente que atraviesa. Estamos en Hospital de Orbigo, donde se recuerda la hazaña desbordada de un caballerete del siglo XV que, en año jubilar, se empeñó en sentar allí sus reales y en retar a todo aquel que pasase por allí, camino de Santiago, a romper unas lanzas, para librarse de la argolla que llevaba puesta al cuello por el amor de una dama esquiva. Aquella broma, que se tomó por caballeresca y resultó macabra, duró quince días y costó un muerto y varios descalabrados, pero dio cuenta y razón del sentimiento de culto devoto a la mujer que aún coleaba desde los tiempos de los trovadores y de los caballeros andantes, aquellos que don Quijote se empeñaría en emular, portadores tardíos de una tradición espiritual que ya se había perdido cuando don Suero de Quiñónez se encabezonó en su empeño.
Estamos ya a poco trecho de Astorga, que fue lugar importante en tiempos del Imperio romano. De allí partían cargamentos de oro procedentes de las minas de las Médulas hacia la metrópoli. Su catedral, en la que trabajaron los maestros canteros más importantes durante varios siglos, es el conjunto más diverso y armónico de los más distintos estilos: todo un ejemplo de lo que en cada momento de la historia fue considerado como sagrado, un revoltijo increíblemente coherente de formas de abordar la construcción del lugar sagrado. Frente a ellas se encuentra el Museo de los Caminos, diseñado y construido por Gaudí como sede de los obispos de la diócesis, aunque ningún prelado llegó a habitarlo nunca y se le tuvo que dar el destino que ahora tiene, guardando un material precioso procedente de todos los rincones de la ruta sagrada que venimos recorriendo.
Al salir de Astorga, el peregrino penetra en la Maragatería, una pequeña comarca donde merecería la pena detenerse e involucrarse en la vida y en las costumbres ancestrales de sus habitantes, que forman un pueblo, el de los maragatos, del que se desconoce el origen, pero que permaneció siempre al margen de la vida y las costumbres de quienes les rodeaban. Ocupan varias localidades entre Astorga y los montes de León y marcaron para aquellos parajes unas formas de vida que hoy se están perdiendo, pero que, en su día, supusieron todo un modo distinto de abordar la existencia, las creencias y las costumbres cotidianas. Murias de Rechivaldo, Castrillo de los Polvazares, Santa Catalina de Somoza y El Ganso son pueblos maragatos por los que pasa el Camino y en ellos se respira un modo de vivir ajeno, que hoy, en muchos aspectos, ha degenerado en atractivo turístico.
Toda la Maragatería vive soldada a la sacralidad de los montes de León en los que ahora penetra el Camino desde el pueblo de Foncebadón. Poco trecho más allá se encuentra uno de los monumentos señeros de la ruta, la Cruz de Ferro, por donde creo que no hay un solo peregrino que pase sin arrojar un guijarro más al montón de piedras.
Tras la muerte del último tramo recorrido antes de llegar, se abre una trocha cargada de significados, un nuevo reto a la búsqueda del conocimiento que implicaba la ruta a Compostela. La ciudad fue sede de alquimistas, refugio de priscilianistas, de cátaros y de valdenses, hogar de judíos cabalistas. En los recovecos de su judería nació seguramente el Zohar, el texto más importante de la mística hebrea. Artistas iniciados como Gaudí sintieron que la musa del conocimiento se apoderaba de ellos para concebir las obras más bellas de su inspiración, precisamente por aquellos andurriales.
Un puente del siglo XVI sobre el río Bernesga, probablemente una de las últimas obras de los pontífices iniciados, introduce al caminante por unos parajes más dulces y, pasado el santuario de la Virgen del Camino, tardío y de inspiración muy lejana a la de los grandes canteros, nos conduce por Valverde, por San Miguel, por Viladangos del Páramo y por San Martín del Camino, a cruzar el río Orbigo por un puente demasiado largo para la corriente que atraviesa. Estamos en Hospital de Orbigo, donde se recuerda la hazaña desbordada de un caballerete del siglo XV que, en año jubilar, se empeñó en sentar allí sus reales y en retar a todo aquel que pasase por allí, camino de Santiago, a romper unas lanzas, para librarse de la argolla que llevaba puesta al cuello por el amor de una dama esquiva. Aquella broma, que se tomó por caballeresca y resultó macabra, duró quince días y costó un muerto y varios descalabrados, pero dio cuenta y razón del sentimiento de culto devoto a la mujer que aún coleaba desde los tiempos de los trovadores y de los caballeros andantes, aquellos que don Quijote se empeñaría en emular, portadores tardíos de una tradición espiritual que ya se había perdido cuando don Suero de Quiñónez se encabezonó en su empeño.
Estamos ya a poco trecho de Astorga, que fue lugar importante en tiempos del Imperio romano. De allí partían cargamentos de oro procedentes de las minas de las Médulas hacia la metrópoli. Su catedral, en la que trabajaron los maestros canteros más importantes durante varios siglos, es el conjunto más diverso y armónico de los más distintos estilos: todo un ejemplo de lo que en cada momento de la historia fue considerado como sagrado, un revoltijo increíblemente coherente de formas de abordar la construcción del lugar sagrado. Frente a ellas se encuentra el Museo de los Caminos, diseñado y construido por Gaudí como sede de los obispos de la diócesis, aunque ningún prelado llegó a habitarlo nunca y se le tuvo que dar el destino que ahora tiene, guardando un material precioso procedente de todos los rincones de la ruta sagrada que venimos recorriendo.
Al salir de Astorga, el peregrino penetra en la Maragatería, una pequeña comarca donde merecería la pena detenerse e involucrarse en la vida y en las costumbres ancestrales de sus habitantes, que forman un pueblo, el de los maragatos, del que se desconoce el origen, pero que permaneció siempre al margen de la vida y las costumbres de quienes les rodeaban. Ocupan varias localidades entre Astorga y los montes de León y marcaron para aquellos parajes unas formas de vida que hoy se están perdiendo, pero que, en su día, supusieron todo un modo distinto de abordar la existencia, las creencias y las costumbres cotidianas. Murias de Rechivaldo, Castrillo de los Polvazares, Santa Catalina de Somoza y El Ganso son pueblos maragatos por los que pasa el Camino y en ellos se respira un modo de vivir ajeno, que hoy, en muchos aspectos, ha degenerado en atractivo turístico.
Toda la Maragatería vive soldada a la sacralidad de los montes de León en los que ahora penetra el Camino desde el pueblo de Foncebadón. Poco trecho más allá se encuentra uno de los monumentos señeros de la ruta, la Cruz de Ferro, por donde creo que no hay un solo peregrino que pase sin arrojar un guijarro más al montón de piedras.
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Dicen que antes de la implantación del Cristianismo fue un altar dedicado probablemente a Mercurio, a quien se debía hacer una ofrenda para que dejara pasar al caminante sin volcar sobre él sus maldiciones. La piedra que ahora arrojan los peregrinos es el objeto simbólico que sustituye a la vieja ofrenda; y los peregrinos la depositan allí con la misma devoción que tuvieron antaño, al traspasar el límite entre las comarcas de la Maragatería y El Bierzo.
Así, siempre a la vera de un monte sagrado de la Antigüedad, el Teleno, la senda sube en vueltas y revueltas, atraviesa un par de aldeas que en invierno suelen estar hundidas en la nieve, y alcanza Molinaseca, la única localidad de cierta importancia que se atraviesa en medio de aquella serranía bellísima e insólita. Aquí merece la pena desviarse del Camino y penetrar en el corazón de la comarca, porque toda esta zona, desde Compludo a Peñalba de Santiago, formó en los tiempos remotos de la España visigoda un paraje dedicado masivamente a la práctica de la espiritualidad. Allí sentó sus reales un anacoreta maestro, san Fructuoso, que con su ejemplo y sus virtudes atrajo a una auténtica masa de devotos discípulos que instauraron una especie de república espiritual insólita. Miles de personas se dedicaban en este lugar a la oración y al trabajo, sin hacer caso a las leyes humanas y divinas que regían el reino. Su centro estaba en el que aún se conoce por el Valle del Silencio, que sube envuelto en mutismos hacia el monte Aquiana, la otra cumbre sagrada de esta sierra tocada aún por un misticismo arcano que, probablemente, hundía sus raíces en forma de espiritualidad aún más remotas que el Cristianismo.
No conviene que el peregrino se pierda la iglesia de Santiago, en Peñalva. Es una de las construcciones religiosas más insólitas con las que es posible encontrarse. Muy anterior al románico caminero, tiene un ábside en cada extremo, lo que la convierte en un templo de doble sentido, dirigido a la vez al orto y al ocaso, al nacimiento y a la muerte del dios Sol.
Por un puente medieval –otra obra de pontífices- se entra en la ciudad de Ponferrada, la capital del Bierzo. Esta ciudad fue sede de la Orden del Temple, que tiene allí levantado su castillo, repleto de signos esotéricos de reconocimiento, entre los que destaca la extraña forma de sus torres, que, según se ha descubierto, corresponde a la estructura ideal de las constelaciones del Zodiaco. Los templarios introdujeron en la ciudad, y de rebote en toda la comarca, la devoción por la Virgen de la Encina, que, según la leyenda, fue hallada en el interior de un árbol cuando se cortaba madera para la construcción del soberbio castillo.
Cerca de Ponferrada, apartándose nuevamente de la ruta estricta que conduce a Santiago, el viajero puede encontrar el paraje de Las Médulas, un paisaje fabuloso e insólito de montes rojizos y pelados que, en tiempos de los romanos, constituyó la mina de oro más importante del Imperio.
Atravesar el Bierzo es penetrar en una tranquila aventura en lo insólito. El peregrino puede ver en el monasterio de Carracedo las más asombrosas marcas canteriles de todo el Camino. En la ermita de la Quinta Angustia, en Cacabelos, podrá contemplar, con permiso del párroco, un pequeño retablo donde un Niño Jesús juega a las cartas con un fraile. El juego consiste en que el niño toma del religioso un cuatro de bastos y le entrega un cinco de oros que, sin duda, representa el beneficio espiritual obtenido por el religioso en este intercambio. Y en Villafranca del Bierzo, apenas entrado en el pueblo, deberá visitar la iglesia de San Francisco, donde los antiguos peregrinos podían recibir el certificado de jubileo si su salud o sus fuerzas no le permitían continuar hasta Santiago. Esta iglesia, según he comprobado, constituye uno de los centros de poder energético más importante del Camino.
El Príncipe de Septimio-Bathzabbay el Tadmur.-
Dicen que antes de la implantación del Cristianismo fue un altar dedicado probablemente a Mercurio, a quien se debía hacer una ofrenda para que dejara pasar al caminante sin volcar sobre él sus maldiciones. La piedra que ahora arrojan los peregrinos es el objeto simbólico que sustituye a la vieja ofrenda; y los peregrinos la depositan allí con la misma devoción que tuvieron antaño, al traspasar el límite entre las comarcas de la Maragatería y El Bierzo.
Así, siempre a la vera de un monte sagrado de la Antigüedad, el Teleno, la senda sube en vueltas y revueltas, atraviesa un par de aldeas que en invierno suelen estar hundidas en la nieve, y alcanza Molinaseca, la única localidad de cierta importancia que se atraviesa en medio de aquella serranía bellísima e insólita. Aquí merece la pena desviarse del Camino y penetrar en el corazón de la comarca, porque toda esta zona, desde Compludo a Peñalba de Santiago, formó en los tiempos remotos de la España visigoda un paraje dedicado masivamente a la práctica de la espiritualidad. Allí sentó sus reales un anacoreta maestro, san Fructuoso, que con su ejemplo y sus virtudes atrajo a una auténtica masa de devotos discípulos que instauraron una especie de república espiritual insólita. Miles de personas se dedicaban en este lugar a la oración y al trabajo, sin hacer caso a las leyes humanas y divinas que regían el reino. Su centro estaba en el que aún se conoce por el Valle del Silencio, que sube envuelto en mutismos hacia el monte Aquiana, la otra cumbre sagrada de esta sierra tocada aún por un misticismo arcano que, probablemente, hundía sus raíces en forma de espiritualidad aún más remotas que el Cristianismo.
No conviene que el peregrino se pierda la iglesia de Santiago, en Peñalva. Es una de las construcciones religiosas más insólitas con las que es posible encontrarse. Muy anterior al románico caminero, tiene un ábside en cada extremo, lo que la convierte en un templo de doble sentido, dirigido a la vez al orto y al ocaso, al nacimiento y a la muerte del dios Sol.
Por un puente medieval –otra obra de pontífices- se entra en la ciudad de Ponferrada, la capital del Bierzo. Esta ciudad fue sede de la Orden del Temple, que tiene allí levantado su castillo, repleto de signos esotéricos de reconocimiento, entre los que destaca la extraña forma de sus torres, que, según se ha descubierto, corresponde a la estructura ideal de las constelaciones del Zodiaco. Los templarios introdujeron en la ciudad, y de rebote en toda la comarca, la devoción por la Virgen de la Encina, que, según la leyenda, fue hallada en el interior de un árbol cuando se cortaba madera para la construcción del soberbio castillo.
Cerca de Ponferrada, apartándose nuevamente de la ruta estricta que conduce a Santiago, el viajero puede encontrar el paraje de Las Médulas, un paisaje fabuloso e insólito de montes rojizos y pelados que, en tiempos de los romanos, constituyó la mina de oro más importante del Imperio.
Atravesar el Bierzo es penetrar en una tranquila aventura en lo insólito. El peregrino puede ver en el monasterio de Carracedo las más asombrosas marcas canteriles de todo el Camino. En la ermita de la Quinta Angustia, en Cacabelos, podrá contemplar, con permiso del párroco, un pequeño retablo donde un Niño Jesús juega a las cartas con un fraile. El juego consiste en que el niño toma del religioso un cuatro de bastos y le entrega un cinco de oros que, sin duda, representa el beneficio espiritual obtenido por el religioso en este intercambio. Y en Villafranca del Bierzo, apenas entrado en el pueblo, deberá visitar la iglesia de San Francisco, donde los antiguos peregrinos podían recibir el certificado de jubileo si su salud o sus fuerzas no le permitían continuar hasta Santiago. Esta iglesia, según he comprobado, constituye uno de los centros de poder energético más importante del Camino.
El Príncipe de Septimio-Bathzabbay el Tadmur.-