Como practicantes de la caballería tradicional debemos fomentar la práctica del arte de la espada y del arco, que nos llevan a profundizar y meditar en el tiro.
La Doctrina magna del tiro con arco nos aclara que éste no se refiere ni a la tradicional técnica combativa de antaño ni al placentero deporte competitivo, sino que se refiere a la arquería donde el tirador, en una cuestión de vida o muerte, se enfrenta consigo mismo. Los maestros arqueros japoneses ven y describen este enfrentamiento consigo mismo como algo muy misterioso. Para ellos, el enfrentamiento consiste en que el arquero apunta a sí mismo - y sin embargo no a sí mismo - de modo que será a un tiempo el que asesta y el que es asestado, el que acierta y el que es acertado.
Expresado de otro modo, puede decirse que es preciso que el tirador, pese a todo su hacer, se convierta en el centro inmóvil. Es entonces cuando surge lo último y lo más excelso: el arte deja de ser arte, el tiro deja de ser tiro, será un tiro sin arco y sin flecha; el maestro vuelve a ser discípulo: el fin es el comienzo y el comienzo, consumación. Por eso, el tiro con arco de ninguna forma puede significar un intento de lograr algo exteriormente, sino interiormente, con el propio yo.
Arco y flecha son en sí un pretexto o un camino hacia la meta y no la meta misma. En el arte de la arquería se observa que el arco construído de bambú es de una extraordinaria elasticidad, pero más importante aún es advertir la forma extremadamente noble que adopta el arco, de casi dos metros de longitud. Cuando la cuerda está estirada hasta donde lo permita el arco, éste encierra el «universo»; a eso se debe la larga práctica necesaria para extenderlo correctamente. También es inolvidable la vibración que se produce al rebotar la cuerda, por su peculiar tono mezcla de cortante restallido y grave zumbido que parece llegar al corazón.
En la técnica misma es muy importante el no estirar la cuerda aplicando fuerzas extremas, sino procurar que trabajen únicamente las manos, quedando totalmente relajados los músculos de los brazos y de los hombros, como si se contemplara la acción sin intervenir en ella. Para lograr sostener el arco en la posición correcta, tensarlo y lograr la relajación requerida, es necesario concentrar toda la atención y mantener una respiración adecuada. La respiración tiene una coparticipación en cada postura y en cada movimiento, como asimismo en la articulación entre ellos, y debe llegar a ser algo natural.
Después de lograr estirar el arco relajadamente, cosa que a veces se consigue sólo después de un muy largo tiempo, recién el tirador está preparado para una nueva tarea particularmente difícil: disparar. El disparo se logra cuando se abre la mano derecha con un movimiento suave de forma que ningún estremecimiento recorra el cuerpo.
Este movimiento, fácilmente descrito, es muy difícil de lograr, porque es necesario que no exista intención alguna. El arte genuino no conoce fin ni intención. Cuanto más se empeña el tirador en aprender a disparar la flecha para acertar en el blanco, tanto más se alejará de ello. Lo que obstruye el camino es la voluntad activa, es importante aprender a esperar, para lo cual es necesario desprenderse de sí mismo, quedando así sólo el estado de tensión del tirador sin intención alguna.
Los maestros arqueros dicen: «con el extremo superior del arco, el arquero perfora el cielo; en el inferior está suspendida, con un hilo de seda, la tierra». Si el tiro se dispara con un fuerte sacudón, existe el peligro de que el hilo se rompa. Para el voluntarioso y violento, el abismo será entonces definitivo, y el hombre permanecerá en medio, entre el Cielo y la Tierra.
Para desencadenar un tiro en buena forma es necesario el relajamiento físico, pero debe ir acompañado de una relajación psíquico-espiritual con el fin de liberar al espíritu, para lograr finalmente una liberación de todas las ataduras, por la pérdida total del yo, de tal suerte que el alma, sumergida en sí misma, se halle en el pleno poder de su innombrable origen.
Para lograr esta actitud no activa, el alma necesita un apoyo íntimo que obtiene al concentrarse en la respiración; cuanto más intensa es esta concentración en la respiración, más se desvanecen los estímulos exteriores, de tal forma que pareciera que el individuo está aislado por envolturas impermeables. Después de un período en que lo único que sabe y siente es que respira, espontáneamente la respiración misma se va haciendo borrosa, hasta que finalmente es posible llegar a un estado similar a la aletargada relajación que precede al sueño. En este momento lo importante es no deslizarse definitivamente en este estado sino, por el contrario, dar un gran salto de la concentración. Por medio de este impulso el alma llega espontáneamente a un despreocupado oscilar en sí misma, hasta alcanzar esa sensación de increíble liviandad, que sólo podemos experimentar en el sueño, y a la seguridad de ser capaces de despertar energías en cualquier dirección e incrementar y disolver tensiones.
En ese estado, en el que no se piensa ni se aspira a nada definido, ni se apunta a ninguna dirección determinada, se sabe sin embargo que se es capaz de lo posible y lo imposible desde esa plenitud energética. De otra forma se puede decir que es un estado "espiritual", donde se reconoce la genuina presencia del espíritu.
Esto último es esencial para todo aquel que practique un arte así como, por el contrario, podría decirse que quien se ha liberado de todas las ligaduras puede ejercer cualquier arte a partir de esa plenipotencia de su presencia de espíritu no perturbada por ninguna intención. Sólo de esta forma el ser humano es capaz de percibir que las distintas fases del proceso creador "se dan " a través de sus manos como emanadas de un poder superior.
Podemos concluir de todo esto, que más importante que todas las obras exteriores, por cautivantes que sean, es la obra interior que debe realizar el hombre si ha de cumplir con su destino de artista. La obra interior consiste en que él, como ser humano que es, se convierta en la materia prima de una plasmación y formación que concluye en la maestría. Así el maestro ya no busca, encuentra. Como artista es un hombre sacerdotal, como hombre es un artista en cuyo corazón, en todo su hacer y no-hacer, crear y callar, ser y no-ser, penetra la mirada del Buda, de Cristo, de Dios en su creación.
El hombre, el artista, la obra, todo es uno.
La Doctrina magna del tiro con arco nos aclara que éste no se refiere ni a la tradicional técnica combativa de antaño ni al placentero deporte competitivo, sino que se refiere a la arquería donde el tirador, en una cuestión de vida o muerte, se enfrenta consigo mismo. Los maestros arqueros japoneses ven y describen este enfrentamiento consigo mismo como algo muy misterioso. Para ellos, el enfrentamiento consiste en que el arquero apunta a sí mismo - y sin embargo no a sí mismo - de modo que será a un tiempo el que asesta y el que es asestado, el que acierta y el que es acertado.
Expresado de otro modo, puede decirse que es preciso que el tirador, pese a todo su hacer, se convierta en el centro inmóvil. Es entonces cuando surge lo último y lo más excelso: el arte deja de ser arte, el tiro deja de ser tiro, será un tiro sin arco y sin flecha; el maestro vuelve a ser discípulo: el fin es el comienzo y el comienzo, consumación. Por eso, el tiro con arco de ninguna forma puede significar un intento de lograr algo exteriormente, sino interiormente, con el propio yo.
Arco y flecha son en sí un pretexto o un camino hacia la meta y no la meta misma. En el arte de la arquería se observa que el arco construído de bambú es de una extraordinaria elasticidad, pero más importante aún es advertir la forma extremadamente noble que adopta el arco, de casi dos metros de longitud. Cuando la cuerda está estirada hasta donde lo permita el arco, éste encierra el «universo»; a eso se debe la larga práctica necesaria para extenderlo correctamente. También es inolvidable la vibración que se produce al rebotar la cuerda, por su peculiar tono mezcla de cortante restallido y grave zumbido que parece llegar al corazón.
En la técnica misma es muy importante el no estirar la cuerda aplicando fuerzas extremas, sino procurar que trabajen únicamente las manos, quedando totalmente relajados los músculos de los brazos y de los hombros, como si se contemplara la acción sin intervenir en ella. Para lograr sostener el arco en la posición correcta, tensarlo y lograr la relajación requerida, es necesario concentrar toda la atención y mantener una respiración adecuada. La respiración tiene una coparticipación en cada postura y en cada movimiento, como asimismo en la articulación entre ellos, y debe llegar a ser algo natural.
Después de lograr estirar el arco relajadamente, cosa que a veces se consigue sólo después de un muy largo tiempo, recién el tirador está preparado para una nueva tarea particularmente difícil: disparar. El disparo se logra cuando se abre la mano derecha con un movimiento suave de forma que ningún estremecimiento recorra el cuerpo.
Este movimiento, fácilmente descrito, es muy difícil de lograr, porque es necesario que no exista intención alguna. El arte genuino no conoce fin ni intención. Cuanto más se empeña el tirador en aprender a disparar la flecha para acertar en el blanco, tanto más se alejará de ello. Lo que obstruye el camino es la voluntad activa, es importante aprender a esperar, para lo cual es necesario desprenderse de sí mismo, quedando así sólo el estado de tensión del tirador sin intención alguna.
Los maestros arqueros dicen: «con el extremo superior del arco, el arquero perfora el cielo; en el inferior está suspendida, con un hilo de seda, la tierra». Si el tiro se dispara con un fuerte sacudón, existe el peligro de que el hilo se rompa. Para el voluntarioso y violento, el abismo será entonces definitivo, y el hombre permanecerá en medio, entre el Cielo y la Tierra.
Para desencadenar un tiro en buena forma es necesario el relajamiento físico, pero debe ir acompañado de una relajación psíquico-espiritual con el fin de liberar al espíritu, para lograr finalmente una liberación de todas las ataduras, por la pérdida total del yo, de tal suerte que el alma, sumergida en sí misma, se halle en el pleno poder de su innombrable origen.
Para lograr esta actitud no activa, el alma necesita un apoyo íntimo que obtiene al concentrarse en la respiración; cuanto más intensa es esta concentración en la respiración, más se desvanecen los estímulos exteriores, de tal forma que pareciera que el individuo está aislado por envolturas impermeables. Después de un período en que lo único que sabe y siente es que respira, espontáneamente la respiración misma se va haciendo borrosa, hasta que finalmente es posible llegar a un estado similar a la aletargada relajación que precede al sueño. En este momento lo importante es no deslizarse definitivamente en este estado sino, por el contrario, dar un gran salto de la concentración. Por medio de este impulso el alma llega espontáneamente a un despreocupado oscilar en sí misma, hasta alcanzar esa sensación de increíble liviandad, que sólo podemos experimentar en el sueño, y a la seguridad de ser capaces de despertar energías en cualquier dirección e incrementar y disolver tensiones.
En ese estado, en el que no se piensa ni se aspira a nada definido, ni se apunta a ninguna dirección determinada, se sabe sin embargo que se es capaz de lo posible y lo imposible desde esa plenitud energética. De otra forma se puede decir que es un estado "espiritual", donde se reconoce la genuina presencia del espíritu.
Esto último es esencial para todo aquel que practique un arte así como, por el contrario, podría decirse que quien se ha liberado de todas las ligaduras puede ejercer cualquier arte a partir de esa plenipotencia de su presencia de espíritu no perturbada por ninguna intención. Sólo de esta forma el ser humano es capaz de percibir que las distintas fases del proceso creador "se dan " a través de sus manos como emanadas de un poder superior.
Podemos concluir de todo esto, que más importante que todas las obras exteriores, por cautivantes que sean, es la obra interior que debe realizar el hombre si ha de cumplir con su destino de artista. La obra interior consiste en que él, como ser humano que es, se convierta en la materia prima de una plasmación y formación que concluye en la maestría. Así el maestro ya no busca, encuentra. Como artista es un hombre sacerdotal, como hombre es un artista en cuyo corazón, en todo su hacer y no-hacer, crear y callar, ser y no-ser, penetra la mirada del Buda, de Cristo, de Dios en su creación.
El hombre, el artista, la obra, todo es uno.
El Duque de Berat, Aimor, en su práctica diaria del tiro con arco al atardecer, junto con la práctica de Iaido.
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